Los perros de la guerra eran los mercenarios a los que el imperio
recurría para sustentar su poder. El término serviría de título a
Frederick Forsyth en una novela recreada en el continente africano
durante los años sesenta del pasado siglo y que, tras un rápido
éxito de venta, fue llevada al cine en 1981.
Ya el viejo latín puntualizaba el vocablo: merces-eris (pago), un
soldado que participa en una contienda solo por beneficio económico,
con poca o ninguna ideología y preferencias políticas arrimadas al
bolsillo de los que sufragan.
Se asegura que el primer rostro mercenario se dejó ver en el
Antiguo Egipto, unos 1 300 años antes de nuestra era, cuando el
faraón Ramsés II, atribulado por los acontecimientos frente a los
hititas, dispuso de 20 mil hombres que, sin interesarles a derecha
por qué luchaban, se jugaron el pellejo a cambio de un porcentaje
del saqueo, la comida y el agua.
Asesinos a sueldo y criminales apátridas son algunos de los
calificativos que cargan en sus mochilas los mercenarios, los mismos
contra los cuales arremetiera en el aspecto moral Maquiavelo en
El Príncipe, aunque reconociendo ––en su tan caro "el fin
justifica los medios"–– que las espadas alquiladas podían cambiarles
los colores de la victoria a una batalla.
Sin embargo, si a alguien repudia el soldado regular es al
mercenario por carecer de patria y causa, y al filósofo y político
florentino, hábil por su astucia y duplicidad, no se le escapó la
observación.
Desde su mismo nacimiento, el cine, tan apegado a las historias
de violencia, tendió un halo de romanticismo sobre el viejo oficio.
No era fácil defender la moral de unos hombres que mataban solo por
dinero, pero se contaba con elementos tan engatusadores como el
misterio, el espíritu aventurero, el constante peligro y el sexo
(recordar la tórrida escena de Sylvester Stallone y Sharon Stone en
El especialista).
La fórmula para el cambiazo se calcó casi al pie de la letra de
las llamadas películas de piratas, que convertían a un saqueador y
asesino de los mares en un héroe romántico. Por supuesto, la falacia
no podía ser absoluta en el caso de los mercenarios, de ahí que
cuando aparece un grupo involucrado en una misión cinematográfica,
las historias personales de cada uno de ellos ––tiernas,
sentimentales en su dureza–– prevalezcan por encima de las
conveniencias personales.
Un mascapiedras presto a disparar sobre cualquier objeto que
respire, sí, pero junto a él, el "muchacho desengañado por la vida",
o el suicida nato que, tras perder a su familia, lo que anda
buscando es que lo maten. En síntesis, supuestas historias humanas
prestas a nublar en colectivo el sentido político que trae aparejado
la nueva variante bélica de negociar con la muerte.
Los tiempos han hecho que el tema se ampare en otros pretextos
oportunistas, como es el caso del filme Mercenarios de elite
(Brent Huff, 1998), en el que un grupo de los llamados "soldados de
la fortuna" acepta defender a un pueblo amenazado por un grupo de
terroristas.
El oportunismo temático es esencial en cualquier historia sobre
mercenarios, pero tal no parece ser el caso de una trama con olor a
rancio que se filma en estos momentos en Río de Janeiro con guión,
dirección y actuación principal de Sylvester Stallone. Se titula
The Expendables y trata de "un grupo de mercenarios que lucha en
un país tropical contra un cruel dictador".
Stallone ha convocado a un grupo de duros de la pantalla para que
lo acompañen, entre ellos Jason Statham, Dolph Lundgren y Jet Li. A
los 62 años de edad redobló las horas en el gimnasio y a juzgar por
la aparatosidad del tórax y las venas explotadas de los bíceps, es
de pensar que la carga de anabolizantes esté haciendo lo suyo.
La propaganda en torno a la película habla de todo ello (de los
anabólicos no, porque ya tuvo problemas con la justicia en Australia
al introducirlos de forma ilegal). También se ha insistido en que el
actor se encuentra en tan buena forma que no acepta dobles en las
riesgosas escenas de acción. Pero no obstante estar el acceso a la
prensa absolutamente vetado en el rodaje, una noticia publicada por
el diario O Globo aseguró hace unos días que Stallone, en el papel
de un imbatible mercenario que corre y salta como un muchachito de
veinte años, se había roto un brazo, algo que, en lo humano, es de
lamentar.
Y máxime cuando el equipo de publicidad del filme se empeña en
negar el accidente por aquello de que los mercenarios, dentro y
fuera de la pantalla, deben cobrar solo por lo que han hecho.