Incómodo,
difícil, amargo¼ son varios de los
epítetos que Samuel Beckett llevó con orgullo a lo largo de su vida.
El Premio Nobel de 1969, autor de Esperando a Godot, la pieza
más influyente de toda la dramaturgia del pasado siglo es, en
realidad, un autor incalificable. Su prosa, su poesía, su teatro,
han cifrado imágenes que definen el desencanto de la vida humana, y
la resistencia con la cual, sin embargo, nos aferramos a algo que
creemos es aún la vida. El innombrable, Molloy muere,
Acto sin palabras, son páginas de ese libro tenso y duro en
el cual el irlandés grabó su firma radical.
Desde que en 1952 Roger Blin estrenara Esperando a Godot,
la fama circundó el nombre de este verdadero poeta de la amargura.
En Cuba, José Milián y Mónica Guffanti, entre otros directores, se
han acercado a sus escritos para la escena. Argos Teatro, bajo la
mano de Carlos Celdrán, rinde ahora un sobrio tributo al creador de
Final de partida, pieza que añade a su catálogo y que se
representa en la sede de este notable colectivo, en Ayestarán y 20
de Mayo. La obra, estrenada por el Royal Court Theater en 1957, fue
editada en Cuba a mediados de los 60.
Todos los elementos del mundo de Beckett se refunden de modo
magistral en Final de partida. Sus personajes han sobrevivido
a una catástrofe que los hace creerse ya solos en el mundo,
encerrados en una dependencia donde viven como copias ridículas de
la verdadera existencia. Hamm hace de Clov su criado sentimental;
los padres de Hamm dormitan entre la basura: son despojos humanos,
presos en una retórica imposible. Es una pieza que alguien diría sin
conflicto, sin progresión. Pero desde que Beckett y otros
renovadores discutieran las bases del drama, afirmar tal cosa es,
cuando menos, demostrar ceguera y desconocimiento ante los recursos
con los cuales hoy, el teatro, puede apelar a otras formulaciones, a
otras texturas de lo dramático para estremecer como verdad. Sobre
esa ceguera triunfó Beckett, sin concesiones; admirablemente. Sobre
esa ceguera de no pocos retrógrados, sus discípulos, hoy, prueban
nuevas formas del teatro.
La puesta de Celdrán sigue con cuidado el texto original: lo sabe
vigente, y su reto es cómo recomponerlo ante los ojos del público.
Sus actores son máscaras afinadas en ese desencanto, han comprendido
el sentido del ritmo y procuran una musicalidad precisa. Pancho
García logra proyectarse desde su aparente inmovilidad, como el
profesional que es siempre. Waldo Franco, José Luis Hidalgo y
Verónica Díaz alcanzan a conmovernos en un paisaje tan árido, con
desempeños que abandonan todo tipo de excesos o adorno innecesario.
A ello se une la magnífica escenografía de Alain Ortiz, y el apagado
colorido que otorga Vladimir Cuenca al vestuario. La banda sonora:
fragmentos de una vida exterior moribunda, es una nota de luz tan
agradecida como el propio diseño de iluminación concebido por Manolo
Garriga. Solo pediría al equipo de actores no perder la fuerza de
sus parlamentos, sostener hasta el final una expectativa que debe
acompañar cada minuto, para evitar repetición de tonos que generen
monotonía. La dignidad de sus entregas me hace saber que pueden
rozar la perfección.
Argos Teatro ha hecho una lectura transparente de Final
de partida. La dureza de la puesta es la de nuestros días,
entendida como una gradación de ánimos que también nos corresponde.
La palabra de Beckett funciona como un resorte. Como un gatillo. Un
disparo sordo y preciso. Una puesta, en el mejor sentido de la
palabra, enteramente profesional. Como las que, de cuando en cuando,
nos hacen tanta falta.