EVOCAR
al Maestro reclama no sólo de los cubanos la más merecida
reverencia. Su extraordinaria figura se nos presenta ante los ojos
como esa raza magnífica del héroe completo, el patriota, el
político, el orador, el poeta, el periodista¼
Sin embargo es como sumergirse en "un baño de luz" asomarse al
Martí íntimo: al amigo, al padre, al hombre, quien se niega a
reconocer la existencia de gloria completa "sin sonrisa de mujer".
Su desbordada sinceridad, su generosidad al límite de olvidar el
mal propio cuando "curaba" el mal de otros, su cordialidad y
finísima cortesía eran la amalgama propicia para hacer de él un ser
que mirara con particular sensibilidad a la mujer por quien estuvo
perennemente marcado. Único hijo varón de un matrimonio que tuvo
ocho frutos, parecía estar predestinado a ser solícitamente especial
con el ser femenino.
Todo contacto con la mujer, cualquiera que fuera la
circunstancia, era una buena ocasión para "resguardarse de lo feo
del mundo" porque para él constituía "la forma más concreta y amable
de lo hermoso". Consideraba que era la nobleza del hombre y solía
referirse a la forma como debía ser tratada. Su gallardía con las
damas y el placer que de este empeño recibía le hizo asegurar que
casi siempre después de hablar con una mujer hacía versos. Era,
pues, para él sagrada.
Todas, la niña o la anciana, la adolescente o la madura gozan de
referencias en la inagotable obra legada. En el prólogo de La
edad de Oro, revista dirigida a los niños de América, resalta
con nitidez la necesidad de que las niñas, futuras mujeres, se
instruyan para que puedan ser las compañeras ideales del hombre, y
puntualiza que no deben reservarse para diversiones y modas. Y
reconoce con firme acierto que las pequeñas poseen una sutileza
especial para entender las cosas delicadas y tiernas, y que en sus
almas "sucede algo parecido a lo que ven los colibríes cuando andan
curioseando entre las flores".
Resulta verdaderamente hermosa la relación que sostiene con su
madre y sus hermanas, y enorme el dolor que le propina la muerte de
una de ellas, Ana, mientras él sufría destierro en España. "La
tierra la quería/ Como quiere a los niños la mañana/ Era
hermana del Sol, y era mi hermana", escribe en un conmovedor poema
que titula Mis padres duermen.
Con Amelia sostiene desde el exilio una correspondencia que
guarda las más sorprendentes definiciones del amor, las más
acertadas recomendaciones para que no confunda los sentimientos que
a su edad pueden trastocarse y se haga querer dignamente.
Mujeres hay en su vida que en los más difíciles momentos de
soledad en el destierro vienen a atenuar el dolor que causa estar
lejos de su amada patria. En Aragón, "donde rompió su corola
/ la poca flor de su vida" está la bella Blanca de Montalvo,
que le estrena en su corazón la plenitud del primer amor.
Lo consterna la belleza femenina, y se rinde virilmente a la
sensualidad que hay en ella: "Un Beso de mujer! —Yo lo he
sentido/En un muy dulce instante extra-vivido".
Allá en México lo inspira una romántica musa, Rosario de la Peña,
y lo hace también la linda actriz mexicana Concha Padilla, en cuyos
labios había puesto al personaje femenino de Amor con amor se
paga. La energía vital propia de sus para entonces 22 años, y la
chispa de su palabra incentivaban estas emociones. El verbo fluido,
la cordial galantería y la fama literaria con que ya contaba hacía
que las damas le correspondieran sus afectos también con natural
simpatía.
El amor que consagró a Carmen, su esposa, está impregnado del más
hondo lirismo. Un poderoso torrente de sentimiento lo conduce a esta
mujer con la que estuvo ligado durante toda su existencia no solo
por lo que para él significó sino también por ser la madre de su
hijo. Por eso explica la presencia de la amada en sí mismo. "¿Que
por qué pienso en ella? Porque estoy mezclado a ella. —Yo podré
decir qué fibra es mía pero no qué idea es mía porque en el fondo de
cada idea, si buscas bien, hallarás ‘Carmen’".
Los constantes detalles del hombre revelaban esa tierna
generosidad que ante la mujer se acentuaba todavía más. En las
fiestas solía bailar con aquellas muchachas que por ser menos
atractivas iban quedando sin pareja. Y cuando María Mantilla, su
querida ahijada, le preguntó por qué lo hacía, la respuesta fue
magnánima: "Porque a las feas nadie les hace caso y es deber de uno
no dejarles sentir su infelicidad".
Una mujer, Blanche Zacharie Baralt, que lo conoció muy de cerca,
nos deja el impacto que provocó su primer encuentro con él, cuando
era una jovencita: "Martí estaba al tanto de todo. Discutió conmigo
cuadros, música y libros, de la manera más natural, con absoluta
sencillez, sin hacerme sentir la diferencia que había entre una niña
y un sabio.(¼ ) Nunca desmintió aquella
impresión."
Estaba convencido de que su sueño de independencia traería
inevitablemente dolor a las madres. "Ay, las madres, las madres,
cuánta sangre y cuántas lágrimas van a correr en esta revolución a
que voy a lanzar a mi país!".
En el hogar de los Mantilla, la casa de huéspedes de Nueva York
donde vivió largos años durante la emigración, halla Martí a la
compañera, a la amiga, a aquella en quien no puede pensar "sin
conmoverse y ver más hermosa la vida". Es, según afirma, la mujer
mejor que ha conocido en el mundo. En ella, Carmen Miyares, la
matrona de la casa, reconoce la capacidad de la fidelidad que para
él era la aristocracia verdadera. Le recomienda la lectura, el
estudio, el saber, porque todo eso le daría autoridad y ventura y le
propiciaría el auténtico crecimiento humano. Para quien categórico
afirma que no es hermosa la fruta en la mujer sino la estrella, la
luz que hay en el alma de la Miyares significa el calor de la
familia ausente y la comprensión que tanto necesitó y allí hubo de
encontrar.
La idea de la instrucción en la mujer persiste. En varias
oportunidades aconseja a las hijas de Carmen, Carmita y María, a
quien llama su hijita, tanto en la convivencia diaria como lo hará
después mediante las conmovedoras cartas que les enviará. A ellas
les solicita: "Véanme vivo y fuerte y amando más que nunca a las
compañeras de mi soledad, a la medicina de mis amarguras." Y como
prueba de cariño y de respeto les exige tareas, lecturas, las
exhorta al trabajo, a la consideración que le deben tener a su
madre. Insiste en que cultiven el gusto estético y comprobará a su
vuelta si lo han querido "por la música útil y fina que hayan
aprendido para entonces". Las persuade, cauteloso, para que no amen
en el mundo sino aquello que realmente lo merezca y que cultiven
amistades con mérito y pureza similares a los de ellas.
Y así, a cada paso el ser íntegro cosecha y se nutre de nuevas
luces que como estrellas iluminan su insigne grandeza. Esos
destellos los encuentra certeramente en el alma femenina. Ya había
asegurado a su "hijita" que si moría quedaría enterrado en su pecho
donde no lo supieran los hombres. Y puede parecer pero no es
leyenda: Al caer de cara al sol en Dos Ríos llevaba sobre su corazón
el retrato de María.