No dejan de ser sorprendentes algunas peculiaridades de la
maquinaria política de EE.UU., que hunden sus raíces en el ideario y
las prácticas de los padres fundadores, como advirtió Alexis de
Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX, si bien por motivos
distintos a los que aquí se comentan. Aunque se aleguen varias
razones que lo justifican, no es fácil entender por qué un
presidente, elegido en la primera semana de noviembre, haya de
esperar al 20 de enero del año siguiente para acceder al cargo y
empezar a ejercer las responsabilidades propias del mismo.
Transcurren así once semanas durante las cuales el presidente
saliente está dedicado a planear su inmediato retiro y el presidente
electo espera con impaciencia el momento en que asuma el poder para
el que ha sido democráticamente elegido.
Ese improductivo periodo de transición es aún más chocante en una
época como la actual, en la que se abate sobre el mundo una crisis
económica de graves proporciones, cuyo origen está precisamente en
EE.UU. y cuya evolución es, hoy por hoy, impredecible. Además, EE.UU.
sostiene dos guerras activas y se enfrenta, como otros países, al
acelerado auge del terrorismo de los fundamentalistas islámicos,
cuyo más reciente zarpazo cayó sobre Bombay. En esas circunstancias,
cualquier pérdida de tiempo puede ser irremediable.
La irregularidad que causa tal retardo se pudo comprobar en la
conferencia que sobre la crisis económica tuvo lugar en Washington
el pasado 15 de noviembre. Fue convocada por un presidente Bush cuyo
prestigio se hallaba ya bajo mínimos y cuya capacidad de maniobra
operativa era casi nula; a ella declinó asistir Obama, aduciendo,
con sobrada razón, que no podían existir a la vez dos presidentes
activos en un mismo foro internacional. La inutilidad práctica de la
citada conferencia, como ha podido comprobarse, se debió mucho a la
ausencia de un presidente de EE.UU. en plenitud de sus funciones.
En el caso actual es todavía más sorprendente el hecho de que el
único vínculo personal entre el gobierno saliente y el entrante sea
el último "señor de la guerra" de Bush, su secretario de Defensa,
Robert Gates, quien ha sido confirmado en el mismo cargo por Obama.
Por tanto, será el único miembro del gobierno de Bush que, sin
abandonar su despacho en el Pentágono, pase a formar parte del
primer gobierno de Obama.
De ahí que sus declaraciones adquieran cierta relevancia, como
las que efectuó la pasada semana, con motivo de una actividad del
prestigioso "Instituto Internacional de Estudios Estratégicos" de
Londres. Dedicado al estudio de los conflictos político-militares,
este organismo convocó una conferencia de seguridad regional en
Manama, la capital de Bahrein, a la que asistieron representantes de
los Estados del Golfo Pérsico. Con un pie asentado todavía en la
política de Bush y el otro afianzándose en la de Obama, Gates
declaró que EE.UU. "seguirá implicado en Oriente Medio, mediante sus
esfuerzos para luchar contra el terrorismo y para desarrollar una
solución biestatal entre Israel y el pueblo palestino".
Tocaba así dos importantes cuestiones sobre las que no existe
unanimidad entre los analistas políticos de dentro y de fuera de
Israel: la vinculación entre el terrorismo islámico y el problema
palestino, y la fórmula más adecuada para resolver este. Más bien,
cabe asegurar, son cada vez mayores y más fundadas las discrepancias
que se aprecian en relación con lo expuesto por Gates.
En la actual situación, es prácticamente imposible la creación de
un Estado palestino viable, a menos que no se diera marcha atrás en
la política de asentamientos judíos en tierras palestinas y
cambiaran radicalmente casi todos los parámetros asumidos por el
Gobierno de Israel en relación con esta cuestión. Tampoco existe la
menor certeza razonable de que, resueltas plenamente las
reivindicaciones palestinas, el terrorismo de base islámica fuera a
desaparecer del planeta, dado que las raíces que lo alimentan se
nutren de muy diversos estratos políticos y sociales, hasta el punto
de que no es disparatado afirmar que su apoyo a las reivindicaciones
palestinas es simplemente táctico y coyuntural.
Otras declaraciones de Gates, de índole más práctica, le llevaron
a insistir en la necesidad de aumentar los esfuerzos bélicos en
Afganistán, afirmando que se disponía a enviar un refuerzo de 20 000
efectivos. Por otra parte, mostró un prudente temor de que tal
aumento podría agravar la sensación de los afganos de estar
soportando a un ejército de ocupación. "Tendremos que pensar mucho
cuántas tropas enviamos", afirmó, quizá para no comprometerse antes
de que Obama adopte oficialmente su decisión al respecto.
Que el enlace entre Bush y Obama sea el secretario de Defensa
puede ser debido a que el nuevo presidente no prevé, por el momento,
modificar notablemente la política de defensa de EE.UU., lo que no
estaría en línea con sus declaraciones electorales; o también a que
está tan seguro en sus percepciones políticas que consideraría que
un heredero político de Bush, no tan desprestigiado como su
antecesor en el cargo, el nefasto Donald Rumsfeld, podría ser el
mejor instrumento para ponerlas en práctica. El tiempo lo dirá.
(Tomado de La Estrella Digital)