A
la manera de una bien llevada tragedia griega, sin dejar a un lado
uno solo de sus componentes, arrastrando en su transcurrir narrativo
la certeza por parte del espectador de que la muerte violenta será
el sello purificador de tanta malaventura, Los dioses rotos
corona con muy buenos resultados la llegada de Ernesto Daranas a los
dominios del largometraje y con él, el equipo que lo acompañó,
incluyendo los actores.
De nuevo el insepulto Yarini, aquel gallo de San Isidro, vuelve a
dar guerra en este paralelismo social y cultural contemporáneo de
chulos y prostitutas, y también de mujeres que, lejos de serlo,
sucumben ante el rigor sensual del macho, que tal expresión
(¡horror!) pareciera surgida de la más burda mentalidad machista,
pero es una tesis oblicua del filme, no importa que la profesora
universitaria que investiga sobre el asunto (Silvia Águila) resulte
seducida por el joven proxeneta (Carlos Ever Fonseca) bajo una
explicación formal de que "fue drogada". No señor. Hubo algo más en
esa entrega carnal y el director lo subraya, tanto en las imágenes
del descoque, como en la desesperación final de "la víctima".
Daranas conoce bien el tema, localizable en meandros marginales
de nuestra sociedad, y lo despliega por dos caminos, el melodrama,
inventado por él mismo, y el tono de encuesta documental que, a
partir de las entrevistas de la profesora con las llamadas jineteras,
nos parece estar presenciando.
Para algunos, ese submundo tiene mucho de revelador, pero en él
se dan las más ancestrales reiteraciones del oficio, desde la
explotación despiadada de la carne en alquiler, hasta códigos de
hombría que es necesario cumplir si se quiere seguir viviendo con el
respeto imprescindible.
Aunque se trata de una historia contemporánea, la dirección de
arte, la escenografía y el excelente trabajo de cámara y montaje se
las arreglan para tejer una atmósfera prácticamente sin tiempo. De
ahí que casi todos los vehículos que aparecen sean de los años
cincuenta y las calles y vetustas edificaciones del legendario San
Isidro den la impresión de guardar todavía la elegante pisada de
Alberto Yarini, allá a comienzos del 1900.
Como todo melodrama que se respete, hay puntos previsibles y
algún que otro tono altisonante, pero todo dentro de una coherencia
narrativa que se apoya en las actuaciones (muy bien también Héctor
Noas como el gigoló con mucho oficio y respetado en el
ambiente, y esa bella revelación que ya es Annia Bú Maure, en el
papel de la prostituta apasionada y sentimental que da pie a la
tragedia).
Película cubana libre del cubaneo, y del chistecito de remachado
realismo para ganarse la fácil aprobación del público, Los dioses
rotos es de lo mejor del patio exhibido en este 30 Festival del
Nuevo Cine que ahora concluye.