Mientras me preguntaba de qué modo enfocar este libro tropecé con
un texto emblemático: Onoloria, del nunca suficientemente
ponderado Miguel Collazo. Y me di cuenta de que al menos en mi
percepción, el acuciante relato de Collazo me colocaba in the
mood, en un estado de comprensión tal vez demasiado personal,
pero ciertamente viable. Recordé que cuando Collazo escribe, por
ejemplo, la palabra texto, descarga en ella la mayor cantidad de
significado de que alguien es capaz. Otros pueden colocar ese
vocablo a la ligera, pero en Collazo, en Ezequiel Vieta o en
Virgilio Piñera, las palabras se nos presentan como un voluptuoso
peligro.
No estoy insinuando un mapa de los posibles ascendientes de Gina
Picart. Insinúo, todo lo más, que en ella el lenguaje se perfila
como un componente que puede poseer tanto de rito como la más
simbólica de las escenas. Tenemos la oportunidad de corroborarlo
ahora con Oil on canvas (Letras Cubanas, 2008), que mereció
este propio año el Premio Alejo Carpentier en el género de cuento.
Dando por hecho que un personaje —según nos recuerda Robert Louis
Stevenson— nunca pasa de ser una ristra de palabras, uno sabe que
hay autores en quienes la palabra se queda en la incómoda función de
excipiente (para decirlo en el tono de las etiquetas de
medicamentos), mientras que otros apelan a la palabra con una
intención avizora, de la que no falta lo premonitorio. Leyendo a
Gina Picart uno tiene la sensación de esa poderosa conciencia del
lenguaje, de estar frente a un lenguaje muy interesado en aquello
que nombra.
Oil on canvas es un libro acucioso por varias razones. Su
título nos propone una breve sucesión de cuadros, de estampas en las
que tendríamos que verificar algunas variables como el erotismo, la
pelea entre lo semejante y lo disímil, entre el ser arquetípico y lo
que, pobremente, alcanzamos a ser; el peligro y la locura. Pero a mí
me llama la atención otro detalle. Es tan sutil que linda con las
suposiciones más impetuosas. Se trata de la sensación de movimiento
que emana de sus ambientes. No son muchos los casos en que el
entorno, la escenografía o comoquiera que alcancemos a llamarlo,
resulte tan enérgico como en estos textos. Esa fruición con que se
manifiestan aquí los escenarios puede sugerirnos una especie de
estado paradójico, un conflicto entre la ética y la voluntad, y una
triste adhesión a ciertos conceptos vinculados con el destino. Todo
debido a que se está en un sitio determinado, como sucede, en otro
plano con el relato romántico.
Deseo puntualizar. A pesar de esos ambientes reconcentrados, los
personajes de este libro nunca parecen desesperar. Están dispuestos
a mantenerse al tanto de las raras evoluciones en que se ven
mezclados, y darán fe de ello de un forma tan intensa, que si nos
dejamos llevar por la prisa, pudiéramos adjudicarles actitudes
suicidas. Son algo suicidas y algo inmortales, puesto que saben
arrogarse el tiempo de una manera simbólica, de la que se excluye en
lo posible cualquier prejuicio cultural. En ocasiones, además, se
dejan rozar por la ironía, lo que los convierte en seres
apetecibles. Siervos de su propia inteligencia.
Gina Picart, cuyos verdaderos escenarios parecen ser los del
mito, demuestra en este libro breve su afinación para nombrar lo
cruel, lo absurdo que se vuelve conocido, los porfiados tonos del
deseo, y una belleza que puede provenir hasta de la ausencia de
lógica. Oil on canvas juega de tal modo con la
representación, que consigue dejarnos un regusto a cosa percibida.