Más de un crítico se ha encargado de demostrar los fluidos vasos
comunicantes entre La hojarasca y la novela de Faulkner
Mientras agonizo, y comparan a la imaginaria Macondo con el
también imaginario condado de Yoknapatawpha. El propio García
Márquez confesó en 1997 que Faulkner le había permitido "verme a mí
mismo".
William Harrison Faulkner había nacido en New Albany, Mississippi,
el 25 de septiembre de 1897, en el seno de una familia de antiguos
hacendados del sur de los Estados Unidos.
Vivió casi todo el tiempo en Oxford, en el corazón de
plantaciones algodoneras donde eran visibles las secuelas de la
esclavitud —discriminación racial y extrema pobreza— y se veía con
sospecha el culto al progreso del Norte industrializado que venció
en el conflicto bélico entre 1861 y 1865. Una de sus salidas fue a
Europa, como voluntario en la Primera Guerra Mundial, donde prestó
servicio con las Fuerzas Aéreas canadienses y resultó herido en
Francia.
Aunque publicó un libro de poemas en 1924, El fauno de mármol
y dos años después el relato La paga del soldado, a las que
sucedieron las novelas Mosquitos y Sartoris, fue El
sonido y la furia (1929) la que reveló su enorme capacidad
creativa. Cuenta la historia de la desintegración de una familia
sureña presentada inicialmente a través de la narración de un idiota
congénito, incapaz de distinguir entre el pasado y el presente, que
se confunden en su cerebro y que evoca a través de sensaciones. Este
monólogo y la sección final, escrita en tercera persona pero en la
que la visión de la familia es construida sobre la base del
testimonio de una criada negra, abrieron un nuevo cauce a la
novelística norteamericana.
Un año después con Mientras agonizo cuajó su estilo. Aquí
narra el viaje de Anse Bundreen y su familia, bajo un aguacero
interminable, con el cadáver de su esposa en un ataúd maltrecho
hasta el lugar donde deben sepultarla.
A Mientras agonizo siguieron Santuario (1931),
Luz de agosto (1932), Absalón! Absalón! (1936), Las
palmeras salvajes (1939) —otra obra maestra con un desbordado
Mississippi como protagonista—, Intruso en el polvo (1948),
Los rateros (1962) y los cuentos de Idilio en el desierto
(1931) y Desciende, Moisés (1942).
La historia de su Premio Nobel en 1949 fue una de las más
accidentadas en la saga del galardón. En octubre de ese año, la
Academia Sueca no se puso de acuerdo y dejó pasar la fecha de
proclamación sin que hiciera público al ganador.
Un muy joven García Márquez, desde las páginas de El Heraldo de
Barranquilla, alertaba en una crónica de la existencia de "un tal
señor llamado William Faulkner, que es algo así como lo más
extraordinario que tiene la novela del mundo moderno", antes de
soltar una lamentación: "No debemos sorprendernos de que William
Faulkner no sea premio Nobel 1950 y de que el año pasado —estando ya
escritos y traducidos a varios idiomas, entre ellos el sueco—, el
Premio Nobel de Literatura hubiese sido declarado desierto".
Por esos días el cronista, que había enviado el original de La
hojarasca a la casa editora Losada donde sería rechazado,
escribió una nota en la que saludaba el regreso a Colombia de su
colega Álvaro Cepeda Samudio, quien había viajado "por conocer los
pueblecitos del sur —no tanto del sur de los Estados Unidos como del
sur de Faulkner— para poder decir a su regreso si es cierto que en
Memphis los amantes ocasionales tiran por las ventanas a las amantes
ocasionales o si son esos episodios dramáticos patrimonio exclusivo
de Luz de agosto".
En noviembre de 1950, García Márquez daría a conocer una feliz
noticia a los lectores de El Heraldo: "Excepcionalmente se ha
concedido el Premio Nobel de Literatura a un autor de innumerables
méritos, dentro de los cuales no sería el menos importante el de ser
el novelista más grande del mundo actual y uno de los más
interesantes de todos los tiempos. El maestro William Faulkner, en
su apartada casa de Oxford, debe haber recibido la noticia con la
frialdad de quien ve llegar un tardío visitante que nada nuevo
agregará a su largo y paciente trabajo de escritor...".
El Comité del Nobel había decidido otorgar en 1950 dos premios
literarios: a Faulkner con carácter retroactivo, fechándolo en 1949,
y el correspondiente al año corriente al inglés Bertrand Russell,
por sus escritos filosóficos.
Faulkner viajó a Estocolmo para recibir el lauro. Su acento
sureño y la distancia entre los labios y el micrófono impidieron en
un primer momento comprender la magnitud de su discurso de
recepción. Al ser publicado al día siguiente pudo advertirse que no
se había desplazado hasta Suecia para pronunciar una oración
retórica, sino para tocar las más intensas fibras humanas. Allí
dijo:
Nuestra tragedia de hoy es un miedo físico general y universal
tan largamente padecido, que a duras penas lo podemos soportar. Ya
no quedan problemas del espíritu; tan sólo una pregunta: ¿cuándo
seré aniquilado? Es por eso que el hombre o la mujer joven que
escribe actualmente ha olvidado los problemas del corazón humano en
conflicto consigo mismo, que solos bastarían para producir buena
escritura porque son lo único sobre lo cual vale la pena escribir,
lo único que justifica la agonía y el sudor. Debe aprenderlos de
nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que lo más despreciable de todo es
tener miedo; y una vez aprendido, olvidarlo para siempre sin dejar
espacio en su taller para nada distinto de las verdades y certezas
del corazón, de las verdades universales sin las cuales cualquier
relato es efímero y fatal: el amor, el honor, la piedad, el orgullo,
la compasión, el sacrificio. Mientras no lo haga, su trabajo está
bajo maldición. No escribe sobre amor sino sobre lujuria, sobre
derrotas en las que nadie pierde nada valioso, sobre victorias sin
esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Su dolor no
llora sobre fibras universales y no deja huella. No escribe con el
corazón; escribe con las glándulas.
Mientras no aprenda estas cosas, escribirá como si estuviera
viendo el final del hombre e inmerso en él. Me rehúso a aceptar el
fin del hombre. Es demasiado fácil decir que el hombre es inmortal
simplemente porque permanecerá; que cuando repique y se desvanezca
el último campanazo del Apocalipsis con la última piedra
insignificante que cuelgue inmóvil en la agonía del fulgor del
último anochecer, que incluso entonces se oirá un sonido: el de su
voz débil e inagotable, que seguirá hablando. Me niego a aceptarlo.
Creo que el hombre no sólo perdurará, prevalecerá. Es inmortal, no
por ser el único entre todas las criaturas que posee una voz
inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de
compasión y sacrificio y fortaleza. El deber del poeta, del
escritor, es escribir sobre estas cosas. Tiene el privilegio de
ayudar al hombre a resistir aligerándole el corazón, recordándole el
coraje, el honor, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad
y el sacrificio que han enaltecido su pasado. La voz del poeta no
debe ser solamente el recuerdo del hombre, también puede ser su
sostén, el pilar que lo ayude a resistir y a prevalecer.
Al introducir su discurso cifró la esperanza de ser escuchado
"por los hombres y las mujeres jóvenes que ya están dedicados a las
mismas angustias y tribulaciones que yo, entre quienes está aquel
que algún día ocupará el mismo lugar que ocupo ahora".
Muchos años después, en 1982, Gabriel García Márquez ocuparía ese
lugar y rendiría tributo a su maestro.