El
26 de Julio ha pasado a ser una fecha histórica en los anales de la
larga y heroica lucha de nuestra patria por su libertad. No era este
alto honor, ciertamente, los propósitos que guiaban ese día a los
hombres que quisimos tomar esta fortaleza. Ningún revolucionario
lucha con la vista puesta en el día en que los hechos que se deriven
de su acción vayan a recibir los honores de la conmemoración. "El
deber debe cumplirse sencilla y naturalmente", dijo Martí. El
cumplimiento de un deber nos condujo a esta acción sin que nadie
pensara en las glorias y los honores de esa lucha.
Era necesario enarbolar otra vez las banderas de Baire, de
Baraguá y de Yara. Era necesaria una arremetida final para culminar
la obra de nuestros antecesores, y esta fue el 26 de Julio. Lo que
determinó esa arremetida no fue el entusiasmo o el valor de un
puñado de hombres, fue el fruto de profundas meditaciones sobre el
conjunto peculiar de factores objetivos y subjetivos que imperaban
en aquel instante en nuestro país.
Dominada la nación por una camarilla sangrienta de gobernantes
rapaces, al servicio de poderosos intereses internos y externos, que
se apoyaban descarnadamente en la fuerza, sin ninguna forma o
vehículo legal de expresión para las ansias y aspiraciones del
pueblo, había llegado la hora de acudir otra vez a las armas.
Pero hecha esta conclusión, ¿cómo llevar a cabo la insurrección
armada si la tiranía era todopoderosa, con sus medios modernos de
guerra, el apoyo de Washington, el movimiento obrero fragmentado y
su dirección oficial en manos de gángsters, vendida en cuerpo y alma
a la clase explotadora, los partidos de opinión democrática y
liberal desarticulados y sin guía, el Partido marxista aislado y
reprimido, el maccarthismo en pleno apogeo ideológico, el pueblo sin
un arma ni experiencia militar, las tradiciones de lucha armada
distantes más de medio siglo y casi olvidadas, el mito de que no se
podía realizar una revolución contra el aparato militar constituido,
y por último la economía con una relativa bonanza por los altos
precios azucareros de posguerra, sin que se vislumbrara todavía una
crisis aguda como la que en los años 30 de por sí arrastró a las
masas desesperadas y hambrientas a la lucha?
¿Cómo levantar al pueblo, cómo llevarlo al combate
revolucionario, para superar aquella enervante crisis política, para
salvar al país de la postración y el retraso espantoso que significó
el golpe traicionero del 10 de marzo y llevar adelante la revolución
popular y radical que transformara al fin a la república mediatizada
y al pueblo esclavizado y explotado en la patria libre, justa y
digna, por la cual lucharon y murieron varias generaciones de
cubanos?
Tal era el problema que se planteaba el país en los meses que
siguieron al nuevo ascenso de Batista al poder.
Cruzarse de brazos y esperar o luchar era para nosotros el
dilema.