 Si 
            el catálogo teatral firmado por Georg Büchner se limitara a contener 
            obras como La muerte de Dantón y Leoncio y Lena, tal 
            vez eso bastara para que su nombre se mencionara con una rápida nota 
            al pie en las antologías y volúmenes de la historia teatral. Sin 
            embargo, este joven autor que vivió agitadamente en la Alemania del 
            siglo XIX, consiguió legarnos, también, no solo esas dos atendibles 
            piezas, sino además un esbozo inconcluso de un drama que, desde que 
            apareciera póstumamente, no ha dejado de inquietar a sus lectores y 
            públicos.
Si 
            el catálogo teatral firmado por Georg Büchner se limitara a contener 
            obras como La muerte de Dantón y Leoncio y Lena, tal 
            vez eso bastara para que su nombre se mencionara con una rápida nota 
            al pie en las antologías y volúmenes de la historia teatral. Sin 
            embargo, este joven autor que vivió agitadamente en la Alemania del 
            siglo XIX, consiguió legarnos, también, no solo esas dos atendibles 
            piezas, sino además un esbozo inconcluso de un drama que, desde que 
            apareciera póstumamente, no ha dejado de inquietar a sus lectores y 
            públicos.
            La aparición de Woyzeck marca un nuevo estadio para la 
            comprensión del hecho teatral, y sobre todo, para la ganancia de 
            nuevos héroes en la escena mundial. Antihéroes, en este caso, porque 
            en el espíritu de ese pobre soldado devenido criminal está el germen 
            de tantos otros personajes que hoy reconocen en aquel drama su 
            antecedente más firme. La pieza póstuma de Büchner ha crecido a la 
            estatura de un clásico, y a pesar de su estructura inconclusa, o tal 
            vez por esas mismas características, ha conseguido perdurar en el 
            repertorio de las mejores compañías del orbe como un título siempre 
            interesante.
            Ahora el Teatro Buendía nos convoca nuevamente a su sede, la 
            vieja iglesia de Loma y 39, para que conozcamos su mirada sobre este 
            curioso e inquietante argumento. Con un trazo degradado, que se 
            aviene a las heridas paredes del templo devenido escenario, apenas 
            cubiertas o disimuladas con metros de lienzo blanco, la historia ha 
            sido reinterpretada por la mano sabia de Raquel Carrió, y organizada 
            por Flora Lauten para nueve actores. Si en trabajos anteriores del 
            grupo el despliegue visual y la espectacularidad eran claves 
            seguras, Lauten reduce esos golpes a una síntesis de verdadera 
            eficacia, creando una espacialidad donde la frontalidad misma de la 
            historia es un elemento que potencia la crueldad y la verdad del 
            drama. La música es un factor que recontextualiza la pieza, 
            mezclando rancheras y corridos mexicanos con los diálogos del 
            original (Flor de azalea revive en la versión de Chavela 
            Vargas), y los actores crean una utilería reciclada, que sirve de 
            sustento incluso sonoro a las atmósferas asfixiantes de la puesta. 
            Con una sabiduría que permite al actor aventurarse en un trabajo 
            donde la psicología es no solo el camino hacia una máscara, la 
            experimentada directora juega sus cartas en un orden que prioriza la 
            comunicación con el auditorio, a fin de que esta espera en la cual 
            solo es posible el crimen sea entendida también desde la platea.
            En el elenco, Ivanessa Cabrera descuella con lo que me parece su 
            mejor desempeño hasta la fecha, mostrándonos una María no solo 
            espléndida en su hermosa voz, sino estremecida en el desasosiego de 
            su circunstancia. Sándor Menéndez debe aún acentuar las transiciones 
            de su Woyzeck, mientras que Alejandro Alfonso logra convicción en su 
            terco capitán. Eficaces todos en defender el mecanismo de la puesta 
            en escena, entregan momentos hermosos, como el dúo de las máscaras 
            que recuerda, indefectiblemente, a ese momento singular y entrañable 
            del Buendía que fue Las perlas de tu boca. La iglesia que 
            antes nos mostró su esplendor teatral, ahora reduce ese marco a un 
            paisaje desolado en el cual el río es solo un murmullo, que se 
            escucha para acentuar la trístisima muerte de María. Raquel Carrió, 
            imaginando un nuevo final, nos avisa de que esta historia 
            protagonizada por desclasados, por testigos de una guerra que hace 
            ya mucho pasó, puede recomenzar en cualquier entorno. La mirada del 
            espectador es, gracias a ello, un acto de piedad, pero jamás 
            conmiserativo, que toca y siente esa tragedia.
            Invito al público teatral a este espectáculo, que confirma la 
            posibilidad de seguir reconociéndonos en la tragedia de Woyzeck, en 
            su desesperado guerrear cuando la batalla terminó ya, contada ahora 
            a la manera, una manera renovada, de uno de nuestros mejores grupos. 
            Flora Lauten, como el protagonista de la pieza, demuestra que sigue 
            manejando una navaja afilada.