Jacques Roumain en el cielo del Caribe

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Quizás por la intuición de que pronto habría de partir para siempre, la última vez que Jacques Roumain vio a Nicolás Guillén en La Habana dejó al poeta cubano una copia de la novela que marcaría su gran estatura literaria junto a la traducción al francés de unos versos del amigo. Pero también, por esa misma intuición, quiso llevarse un recuerdo para sí. "Nicolás, si me invitas a almorzar, es bueno cualquier plato, pero que tenga algo de ñame".

Sabrá Dios, o mejor dicho, Papá Legbá, si para el haitiano aquel pedazo de vianda de la tierra que alimentó a esclavos y cimarrones, libertos y braceros de su país y el nuestro era, desde su profunda condición antillana, un detonante de la imaginación, como lo fuera para Proust la célebre magdalena.

Lo cierto fue que Roumain murió poco después, exactamente en agosto de 1944 a los 37 años de edad, para entrar definitivamente en el panteón de esos seres que se resisten a morir. Tanta vida hay todavía en la letra y el espíritu de ese haitiano universal que este 4 de junio cumple cien años de haber venido al mundo.

Nicolás y Roumain sellaron, apenas conocerse, una entrañable amistad. El haitiano había salido de su Port au Prince natal hacia Europa donde en universidades de Francia y Bélgica completó su formación académica. Por su origen de clase le correspondía ocupar un lugar en la intelectualidad al servicio de una burguesía mestiza incapaz de resolver los gravísimos problemas que se abatían sobre el primer territorio latinoamericano y caribeño en liberarse del yugo colonial.

Fue justamente su sensibilidad y su contacto con el magma social revolucionario de su época lo que hizo que Roumain cobrara conciencia de la terrible paradoja que atenazaba a los suyos.

De regreso a Haití en 1927 participó en protestas contra la ocupación yanki de su patria, causa que respaldaría durante ocho años. Ya había escrito sus primeros poemas y artículos cuando aportó colaboraciones a La Revue Indigène, que ensalzaba los valores nacionales frente a la prenegación imperial norteamericana. Por esos años apoyó la fundación de la Liga de la Juventud Patriota Haitiana, lo cual le costó su primera cárcel. En 1934 estuvo entre los fundadores del Partido Comunista Haitiano, razón que le valió otra condena carcelaria, esta vez por tres años. Al salir de prisión se exilió en Estados Unidos y luego en Europa.

Aquí encontró a Guillén. Eran los días en que se jugaba el destino de la República española. El cubano y el haitiano comprendieron que tenían mucho en común: acción poética y militancia política por delante.

Apenas pudo regresar de nuevo a su país, Roumain, quien sabía que en la cultura popular se hallaba una de las fuentes de resistencia y emancipación, se dedicó a los estudios etnológicos. En 1942 invitó a Nicolás Guillén a visitar a Haití.

Como resultaba incómodo para los dueños de la empobrecida nación, el Gobierno de Elie Lescot subrepticiamente lo sacó del juego, enviándolo a México en un cargo diplomático. Aprovechó su estancia para escribir su gran novela, Gobernadores del rocío, y terminar el cuaderno de poemas Bosque de ébano.

Gobernadores del rocío es uno de los más tremendos retratos de la crisis del campo haitiano. Su protagonista, Manuel, vuelve a su tierra después de una larga temporada cortando caña en el oriente cubano. La fortaleza de su penetración literaria reside, como ha dicho Maximilien Laroche, en haber concebido una novela de amor y muerte, de perspectiva social y onírica, de denuncia y esperanza.

Al triunfar la Revolución cubana y fundarse la nueva cinematografía insular, uno de sus más brillantes realizadores, Tomás Gutiérrez Alea, filmó una adaptación de la novela de Roumain, bajo el título de Cumbite.

Guillén, fiel a su amistad, se encargó de perpetuar entre nosotros la dimensión del escritor mediante una de sus extraordinarias elegías. Tras el retrato del amigo —"Grave la voz tenía / Era triste y severo / De luna fue y de acero / Resonaba y ardía"—, lo ubica en el torbellino liberador de su herencia: "Cantemos, pues, querido / pisando el látigo caído / del puño del amo vencido, / una canción que nadie haya cantado / (Florece plantada la vieja lanza) / una húmeda canción tendida / (Quema en las manos la esperanza) / de tu garganta en sombras, más allá de la vida / (La aurora es lenta, pero avanza) / a mi clarín terrestre de cobre ensangrentado".

 

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