IX Festival Internacional de Teatro de La Habana
Milián extiende el
escenario
AMADO DEL PINO
José
Milián es uno de nuestros más respetados teatristas y lo es, además
de por su talento, por la persistencia y la abnegación. Durante los
últimos meses, el destacado dramaturgo y director ha mantenido una
actividad intensa en el Café Brecht, de Línea e I, primero con una
larga temporada de su obra Las mariposas saltan al vacío y,
desde hace varias semanas, con La ópera del mendigo.
En
su nuevo montaje, Milián retoma Grandeza y decadencia de la ciudad
de Mahagonny, en texto del clásico Brecht, en el que ha venido
trabajando con sucesivas reposiciones desde hace una década y la
yuxtapone con otro título del gran dramaturgo alemán: La ópera
de los tres centavos. La puesta se desentiende de una fidelidad
total al texto y resulta evidente que asistimos a una apropiación
cubana de estos dos musicales —repletos de filosofía y de ideas
políticas— que contribuyeron a fijar la huella brechtiana en el
teatro de las últimas siete u ocho décadas. Milián se propone
añadir más elementos, en una suerte de barroco criollo, y acude a la
legendaria imagen de la carreta de Madre coraje y sus hijos, a
mi modo de ver, de forma descriptiva y de débil integración con el
resto de los elementos del montaje.
La ópera del mendigo
es un espectáculo agradable y coherente. En tiempos en que escasea el
musical entre nosotros, Milián —fiel al género durante su ya larga
carrera— consigue integrar lo coreográfico y lo dramático, el
canto y la palabra hablada, con oficio, sabiduría y buen gusto.
Lástima que en los momentos más dramáticos o contrastantes asome el
fantasma de la prisa o no siempre se creen atmósferas que hagan
recordar más las enseñanzas del gran renovador Brecht. La límpida
profesionalidad de las luces de Marvin Yaquis, la exactitud de la
coreografía de Olga Lidia Alfonso y la abarcadora banda sonora de
Enrique Jaime y del propio director, están mejor explotados en el
plano espectacular que en la intimidad de las caracterizaciones.
Estamos ante una puesta en
escena que debió enfrentar varios retos casi quijotescos. El reducido
espacio del Café (vinculado en los últimos años a unipersonales o
montajes de cámara) ha sido ampliado gracias al empeño de Milián y
su equipo, y con la magia del teatro de la precariedad emerge una
producción de cierta complejidad, con un elenco amplio, de un
respetable nivel general desde el punto de vista de la
interpretación. Estherlierd Marcos, sobre todo cuando canta de forma
impecable dentro de la situación dramática, nos hace recordar los
mejores momentos del Teatro Musical de La Habana, esa polémica,
popular, laboriosa compañía de los ochenta que no debió perderse,
que tanto aportaría ahora a la escena cubana. También a lo mejor del
género se vincula la presencia, breve pero convincente, de Zoa
Fernández. Los jóvenes Lucrecia Estévez y Osdaldo Rondón tienen
una prueba de fuego en este montaje. Lucrecia evidencia buen ritmo
interior y gracia, pero deberá matizar más la singularidad de cada
escena. Osdaldo aporta excelente energía y, hacia el final, demuestra
capacidad para conmover. Solo le falta virtuosismo en el decir.
Dos actores aportan mucho
al fluido ritmo de la puesta: Alexander Paján, con un precioso
bordado de contrastes, logra el desempeño más emparentado con las
raíces brechtianas; y Gilberto Subiaurt, por su capacidad para
asumir, con dignidad y coherencia, varios personajes.
La ópera del mendigo
—más allá de preferencias o señalamientos— viene a demostrar
cuánto se puede hacer con pocos recursos cuando se olvidan las
autolimitaciones y se asume el teatro como un acto de amor.
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