ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
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Foto: ilustración tomada de infoamazonia

A un siglo de distancia de haber sido escrito el célebre final de La vorágine, aún nos sigue estremeciendo: «El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. // ¡Los devoró la selva!”».

 En efecto, tales palabras, con su implacable sencillez, convirtieron esta ficción en una de las tres novelas más aclamadas de las letras colombianas y una de las más relevantes de América Latina. Con ella su autor, José Eustasio Rivera (1888-1928), no solo alcanzó notoriedad internacional, sino que, al mismo tiempo, dio corporeidad a los imaginarios telúricos (civilización vs. barbarie) que a partir de entonces identificarían a la primera gran eclosión del género en el continente durante los años 20 y 30 del siglo XX: la novela regionalista, mundonovista o de la tierra.

 De esta manera, la historia irreflexiva y tremebunda de Arturo Cova, el personaje principal, y la búsqueda incesante de su «amada» Alicia, a través de parajes selváticos, hostiles y temibles, constituirán el punto de partida de una serie de novelas que, con ideas más o menos parecidas, fijarán los conflictos en las selvas, llanos y pampas de la región. Así, poco después de publicarse la obra cumbre de José Eustasio, otros autores del continente como Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926), y Rómulo Gallegos en Doña Bárbara (1929), seguirían los mismos pasos condenatorios del colombiano, el hecho de ver en la naturaleza americana las causas de nuestros males, la responsable de la violencia, el salvajismo, la explotación, los instintos primitivos, la ignorancia y el subdesarrollo; teorías cuyos antídotos, según alegorizan las propias ficciones, estarían en la civilización, quiere decir, en la ciudad moderna, en la educación, el conocimiento, la cultura y el desarrollo.

Tales ideas se forjaron en el siglo XIX, y alcanzaron su madurez en esta etapa. Pero más allá de los torpes extravíos de Arturo Cova, de la mirada machista de sus acciones y pensamientos, al punto de minimizar la figura de Alicia (ni siquiera le asigna un apellido), o de estigmatizarla culpándola de sus infortunios, la obra seduce al lector por la intensa cadena de conflictos y suspensos que justifican la historia, por las crueles escenas de violencia social o del mundo natural, figura esta que, con sutil intención, agrede y bestializa a los seres humanos.

Otro tanto puede apuntarse sobre las soluciones técnicas de la novela. La narración asume el papel de un «diario encontrado», el diario de Arturo Cova, pero con la singularidad de permitir el acceso de otras voces. Se lee, asimismo, como novela «de aventura» y, por consiguiente, «de viaje», no poco de misterio y de novela social. Todo ello bajo la aparente candidez de una ficción amorosa. De ella, Calvert Casey escribió: «Si la primera condición de un gran libro es que no se le olvide nunca, entonces Rivera escribió un gran libro».

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