Hay quienes afirman que el deporte está más cerca de la ciencia que del arte; otros que mientras la actividad atlética busca héroes,la artística persigue ídolos, y también hemos escuchado o leído que el deporte bate marcas y el arte agita certezas.
Lo cierto es que, fotógrafos, pintores, escultores y escritores, entre otros, han encontrado en el deporte una fuente de inspiración para sus obras desde tiempos inmemoriales. A casi todos nos viene a la mente el Discóbolo de Mirón (de Eléuteras) en el 450 antes de nuestra era, es decir, cuando ya los Juegos Olímpicos Antiguos, que se extendieron hasta el 393, eran parte de la historia.
En aquellas citas deportivas de la antigüedad, que duraban cinco días y, al igual que hoy, se pactaban cada cuatro años, junto a los competidores llegaban desde todo el mundo helénico filósofos, poetas, bailarines, actores y músicos, cuyas manifestaciones transcurrían de forma paralela a la disputa por ser el que corriera más rápido, saltara más alto o tuviera más fuerza.
El restaurador de los Juegos Olímpicos en la era moderna, Pierre de Coubertin, quien nació en Francia, pero con sus sentimientos en aquella Grecia, fue un ferviente impulsor del arte, tanto que aspiraba a una emulación similar entre los artistas en cada cita bajo los cinco aros. Logró ese sueño en la quinta edición, en Estocolmo-1912. Desde ese año, los artistas tenían también sus Juegos Olímpicos en cinco disciplinas: arquitectura, música, literatura, pintura y escultura, con el requisito de que las obras tenían que estar basadas en el deporte. A la singular competición se le llamó el Pentatlón de las Musas.
Fue la reunión de Ámsterdam, en 1928, la que alcanzó la mayor convocatoria al contar con 1 100 obras artísticas, y allí obtuvo la medalla de oro en escultura el francés Paul Landowski, quien se inmortalizó al levantar, el 12 de octubre de 1931, en el cerro de Corcovado, en Río de Janeiro, el Cristo Redentor, una estatua de 30 metros de altura, en una elevación de 710 metros.
Otro singular premio dorado del Pentatlón de las Musas, en literatura, resultó el de Georges Hohrod y Martin Eschbach, con el poema Oda al Deporte. Pero lo que realmente distinguió a esa obra, además de su bella expresión, fue el descubrimiento de que los dos nombres eran un seudónimo, pues Coubertin, su verdadero autor, lo usó para no influenciar al jurado con su abolengo. Él fue el real campeón olímpico.
Lamentablemente, ese pentatlón tuvo su última escena en los Juegos de Londres, en 1948. Sin embargo, para rendir tributo a su creador, se creó la Olimpiada Cultural, un espacio obligatorio para la ciudad que organiza los Juegos y en el cual exposiciones, conciertos y otras actividades transcurren al ritmo de récords y marcas en las canchas deportivas, con el objetivo de promover la amistad entre los países participantes.
En los próximos Juegos, esa expresión será el Festival Nippon Tokio-2020, destinado a promover la cultura japonesa dentro de Japón y para todo el mundo, y así alentar a una mayor conciencia de la diversidad. Su objetivo, según los organizadores, es animar a la gente de diferentes procedencias para participar en proyectos conjuntos, y que se comuniquen unos con otros, con el fin de promover el concepto de una sociedad incluyente, y que las ciudades tradicionales y grandes metrópolis se unan para que las extraordinarias culturas florezcan y prosperen.
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