ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Caricatura de Moro

Sin que hiciera frío de verdad, corría una brisa un poco molesta. Y no sería temprano para ir a la escuela, ni a trabajar, ni para arar un surco, pero sí para el cine, porque ¿quién va a ver cine a las diez de la mañana, cuando no es día de vacaciones, ni feriado, ni fin de semana?

A las nueve y media había apenas un par de personas, y la madera que cierra la abertura de la taquilla permanecía en su sitio. Poco a poco, fueron llegando, hombres y mujeres. Casi todos de la tercera edad, casi todos emprendiendo enseguida entre sí esas charlas leves que se tienen con personas que, sin ser cercanas, no son desconocidas, porque nos las tropezamos a cada rato.

Desde el frente frío que no enfría nada, hasta la hora en que vino la corriente anoche, pasando por el precio de la libra de arroz, con el diálogo pasaron los minutos. Mientras tanto, el cine iba despertando como un animal antiguo: primero las luces, dos o tres trabajadores

acomodando cosas, luego la taquilla y, por último, las puertas, de par en par.

Como quien llega a su casa fue entrando aquel grupo matutino, enfundado en chales y chaquetas, con la programación cinematográfica en la mano.

La película no era de las muy famosas, ni de las promocionadas, ni siquiera era buena realmente; pero quienes allí estaban rieron, aplaudieron, se tomaron fotos con actores, actrices y realizadores; y, antes de que empezara la proyección y después, continuaron hablando: de los filmes cubanos que había que repetir porque la gente se queda con las ganas, de la noche que hubo apagón y el proyector funcionó con una planta («la entrada la alumbraron con las luces de los carros, casi me “despetronco” en la oscuridad, y no había aire acondicionado, pero qué manera de disfrutar yo esa historia»)…

Cada juicio era dado con el apasionamiento de la experticia, y con la fidelidad de quien no solo va al cine en los días de grandes festivales, sino también durante cada ciclo y cada muestra.

Al filo del mediodía, ya con ese sol cubano que no perdona, no quedaba ni rastro de frialdad; y aunque salían de la sala desprendiéndose de abrigos y bufandas, no iban más leves solo por eso, sino por las horas de atender al espíritu, que es también una suprema necesidad.

En un diciembre cinematográfico, como este que terminamos de vivir, es imposible no acordarse de una sección valiosa y entrañable de este periódico: Crónica de un espectador, que firmó, hasta su muerte, Rolando Pérez Betancourt. Desde el nombre se revelaban la intención de escribir con la perspectiva del que mira, del que busca en el arte ese alimento otro sin el que tampoco se puede vivir.

Bien merecen una crónica todos y cada uno de los espectadores que desafían muchos impedimentos para llegar a un cine «porque no es lo mismo en el televisor»; así como los que se lanzan a la carrera por unos asientos en la platea que permitan ver a los bailarines «de cerquita»; y los que pasan por una galería y entran; o dejan que se les humedezcan los ojos por una voz excepcional; y llevan a las niñas y a los niños a una función de títeres, tal y como pasan por una librería, o aprenden los entresijos de la compra digital de libros.

Habrá que escribir también sobre quienes, lejos de todo epicentro cultural, se emocionan con los artistas que llegan a su barrio y a su montaña, y les dan de su agua, de su comida, y de su sonrisa.

El arte salva, tanto cuando se le hace como cuando se le consume. El hecho artístico supone un entramado de almas, de sensibilidades, en las que al público le corresponde un lugar igualmente esencial. Si en 2025, pese a los escollos, nuestra cultura se mantuvo como escudo y espada de la nación, se ha debido en buena medida a quienes siguen confiando en el poder sanador que les trae a sus realidades, y por eso la amparan.

Para 2026, habrá que volver a recordar a Martí: «¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gente de tan corta vista mental, que cree que toda fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe o el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida».

En la insoslayable labor por la subsistencia, e, incluso, por hacer que la cultura sea también generadora de valores materiales, no puede perderse de vista que defenderla no es un lujo, sino un pilar sobre el que se sostiene la esencia de cuanto somos.

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