Tony Soprano (interpretado por el inolvidable James Gandolfini), es el personaje central de la serie Los Soprano. Él se abre camino a bandazos dentro de la selva del crimen. Esta queda contextualizada en el espacio por excelencia de la calle; pero también en ese foco intramuros de oficinas y bares, donde se deciden los rumbos del mal.
Da igual el giro que realice, ese mafioso retorna siempre a un punto de partida con hedor a putrefacción, porque no existe real evolución moral en sujeto semejante. La propia naturaleza aviesa de su tarea lo degrada en su miseria existencial, anulando el avance.
La serie Los Soprano (hbo, 1999–2007), cuyo cuarto de siglo se conmemora por estos días, determinó un cambio radical en la conformación caracterológica de los personajes de la teleficción.
La obra de David Chase introdujo inéditos mecanismos de concepción, representación, identidad y perfil sicológico en su personaje central: el referido Tony Soprano. Él es un jefe de la mafia de Nueva Jersey, quien sufre de estrés y requiere de regular servicio médico especializado.
Tony guarda semejanzas básicas, pero, en sentido general, difiere sobremanera de los personajes claves presentes en emblemas cinematográficos del género levantados por Howard Hawks/William A. Wellman en los años 30 del pasado siglo. Y durante los 70, 80 y 90 de la propia centuria, por Coppola, Scorsese y De Palma.
El protagonista de Los Soprano no se aviene con algunos de los rasgos fundamentales de los reyes fílmicos de tan reconocible universo genérico. Ni sabiduría ni templanza ni frío cálculo intelectual orlan la coraza emotivo–conductual del nuevo hombre del hampa.
A Tony lo separa de los arquetipos magnos del género gansteril, también, su humanidad –la cual posee, pese a ser un asesino–, como la forma en que la más rutinaria realidad define la trayectoria de su vida. La aseveración se sustenta en que estamos frente a un personaje lejano a la idealización–sedimentada por el canon clásico–, de seres ajenos a las urgencias cotidianas de precisar acudir a un doctor, o de entristecerse por la partida de un animal, por ejemplo.
Por el contrario, el patriarca de la familia Soprano recibe terapia siquiátrica, padece de ataques de pánico y se derrumba espiritualmente cuando unos patos abandonan su piscina.
Mediante sus explosiones e implosiones, él nos recuerda, más que todo, la fragilidad connatural a la especie.
Por consecuencia, con Tony/Gandolfini el espectador experimenta una corriente de proximidad, de estar visualizando a un tipo más común, distante de los prototipos instaurados por Brando, Pacino o De Niro. Sin que carezca, como antes apuntamos, de sus rasgos malévolos.
El personaje del jefe de la familia Soprano –integral, diverso y complejo como no se había advertido antes en el medio–, gatilla el pistoletazo de salida de esa galería de seres orbiculares, de anverso y reverso, que distinguieron el escenario catódico durante la denominada Tercera Edad de Oro de la Televisión (1995–2013).
Y su serie propiciaría la posibilidad de existir –al quitarle el miedo a los principales estudios televisivos de rodar tal clase de piezas–, a esos grandes títulos posteriores que frecuentaron la pequeña pantalla a través de los más de tres lustros del aludido periodo dorado. Breaking Bad u otros exponentes cimeros nacen del cascarón de Los Soprano.
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victor ramos dijo:
1
24 de septiembre de 2024
17:33:32
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