ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: FOTOGRAMA

«Los milagros verdaderos ya no existen en el cine desde que Dreyer murió», le dice el editor Max (Mario Pardo) a su viejo amigo, el realizador Miguel Garay (Manolo Solo), al minuto 142 de Cerrar los ojos, dirigida por Víctor Erice. Aunque quien está hablando por boca del personaje es el mítico director de El espíritu de la colmena, su filme lo contradice, al asegurarnos que, si bien bastante escasos hoy día, estos siguen vivos, listos para iluminarnos.

Cerrar los ojos, entre los milagros cinematográficos cimeros de 2023 en el planeta (conocida por los cubanos desde el pasado Festival de La Habana), es una película portentosa e inefablemente bella, cargada de poesía que baña vastos pasajes con una lluvia bendita, a la fecha casi inhallable dentro del árido panorama creativo internacional. Tales pasajes están transidos, también, por una desgarradora tristeza; pero de contrapeso los sostiene esa fe salvadora que inspira a la especie a seguir adelante.

No se respiraba tanta paz en una obra fílmica desde hacía décadas, si exceptuamos la reciente Días perfectos (Wim Wenders, 2023). Hablamos de la paz ofrecida por el sedimento de ideas sobre el cual descansa la película; e igual por su relato, el comportamiento de los personajes, el sosiego de sus diálogos e interacciones, los sitios que transitan; por las estrategias de la narración, la curva parsimoniosa del conflicto, la pureza de locuaces primeros planos, la cadencia de los fundidos a negro.

El filme representa otra ofrenda nostálgica al cine (muy superior a las aún frescas de Sam Mendes o Steven Spielberg), al ensueño de la pantalla, al celuloide y a la sala oscura. A ello tributan las secuencias con las latas de preservación de las películas de 35 mm, aquellas que proyectaban y contemplábamos, absortos, en esos cines que cada vez son menos en el mundo, lo que lamenta el realizador.

Resultan conmovedoras las escenas de la recta epilogar, en el cine de pueblo –cerrado, como tantos–, cuando Garay, acompañado por Max, Ana, la periodista, la sanitaria y las monjas, verá a su amnésico amigo, el actor Julio Arenas (José Coronado) cerrar los ojos, y soñar, al concluir el visionado de fragmentos de esa película, de ambos e incompleta, mediante la cual abre la cinta y cuya presencia simbólica impregna todo el metraje.

Tras el cierre de ojos puede guarecerse tanto, y entre ello la posible reactivación de una memoria que recopile, gracias al redentor efecto de las imágenes, y antes del momento postrero, esos instantes de una vida cuya evanescencia establece un correlato con lo narrado en la copia inconclusa apreciada en el pequeño cine barrial. La pantalla en tanto resorte para atestiguar, guardar, preservar un tiempo detenido que siempre permanecerá ahí; la pantalla como camino para que la vida continúe después de la muerte.

Garay, Julio y Max ya no son niños; tampoco Erice, de 83 años, quien da acta de fe de lo anterior en esta pieza de fin de ciclo, sobre un tiempo ya ido, que interroga a parte de su obra y pone en perspectiva su colosal legado. Es una melancólica cinta de traza muy personal y envoltura meta, remisiva a circunstancias de la propia labor –él, como Garay, no pudo concretar La promesa de Shanghái o continuar El sur– de un creador con medio siglo de labor y cuatro obras maestras.

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Ana Rosa Lopez dijo:

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5 de mayo de 2024

10:21:55


Qué bella crítica a una película tan hermosa