ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Fotograma de la Película

«El conocimiento es dolor», advertía Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura. Y del dolor, en función de crear, le habla el director napolitano Antonio Capuano a Fabietto, el alter ego adolescente-juvenil del realizador Paolo Sorrentino, durante la autobiográfica Fue la mano de Dios (2021). En la secuencia, toda una declaración de intenciones, del minuto 111 de esta película, el primero le inquiere al futuro realizador de La gran belleza si tiene dolor, en su criterio elemento necesario para hacer arte. Este le contesta: «Me dejaron solo, eso es dolor (…)».

Entre otras tantas razones, una enfermedad, el tropezón menos sospechado en la marcha de la vida, o la pérdida de los seres queridos –cual le sucedió a Sorrentino con sus padres, a la edad descrita en el filme–, origina tal dolor interno que, al tiempo que devora, genera y espolvorea la llama creativa que a ciertos creadores literarios o fílmicos les permite singularizar sus universos autorales.

A través de la obra de Sorrentino subsiste un pozo de dolor que se mezcla con la energía lúdica del mejor cine italiano. Y así, también, sucede en su sinfonía emocional Fue la mano de Dios (vista en el ciclo dedicado al director, del 17 al 20, en Infanta Sala 2), película agridulce, más dulce e hilarante en la primera mitad, antes del cisma del personaje central; más dura en la segunda hora.

Hay experiencias fílmicas que permiten, junto a su autor, escuchar, oler, palpar épocas, memorias, sentimientos, ánimos, fragmentos de vida, inexcusablemente vinculados todos, de una u otra forma, al dolor, a la manera del Amarcord de Fellini, la Fanny y Alexander de Bergman o esta Fue la mano de Dios de Sorrentino; y que a la vez se alimentan de ternura, candor, sueños, ilusiones, fantasías, amor.

Rato hacía que el cine no definía películas así (lo más parecido en territorio próximo, acaso, ha sido la Roma de Alfonso Cuarón, en 2018), y ahora Sorrentino nos regala una propuesta que, reflejo de la existencia, la suya y de cualquier existencia, rezuma todo eso.

En Fue la mano de Dios se cruzan los mejores días del autor –que, como los de tantos, fueron los de la primera recta de la vida–, con la llegada de Diego Maradona al club futbolístico de Nápoles, la real incidencia de un partido de este astro en la vida de Fabietto/Paolo, y esas construcciones (eróticas, icónicas, volitivas, oníricas) que singularizan los recuerdos individuales de un pasado teñido por la nostalgia que le imprime evocarlo al cabo de las décadas…

Como Fellini, Almodóvar u otros grandes arquitectos fílmicos, el a veces subestimado director, atento al dibujo general y al detalle, va dejando migas, marcas autorales pequeñas pero grandes por el camino-metraje de Fue la mano de Dios.

Esta película puntea signos indelebles que la hacen más sorrentiniana, lo cual se expresa por la vía del encuentro surrealista entre San Genaro y el monjecito con la deseada tía Patricia (esa hembra italiana clásica a quien el realizador de Juventud suele rendirle pleitesía visual en su cine), mediante la hermana Daniela, que nunca sale del baño, o a través de esa fellinesco/buñueliana anciana que tanto complace a Atiliucho.

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