ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Fotograma de la serie

Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. En octubre de 2020, el primer canal de la bbc estrenó la serie Roadkill, recién vista aquí por Cubavisión. La primera ministra de la obra de ficción, Dawn Ellison, cae tras la filtración de un correo electrónico. El 6 de septiembre de 2022 Boris Johnson cede su puesto al frente del Gobierno tras la revelación de los festines que organizó en Downing Street, violatorios de las estrictas medidas de aislamiento social en medio de la pandemia.

A Johnson le sucedió Liz Truss, de estancia efímera en el cargo, apenas 45 días. Entre la crisis energética, la subida de los precios, los vaivenes de la política fiscal y los varapalos de sus correligionarios, abandonó. En la miniserie, un flamante primer ministro emerge, Peter Laurence; diríase que cae hacia arriba. Llega a Downing Street a cumplir el sueño de su vida. Pero en la última secuencia mira con fijeza  un documento que lo puede incriminar: el título de la cuenta bancaria en un paraíso fiscal, a nombre de su esposa que se niega a firmar la cancelación. ¿Habrá una segunda temporada? ¿El dinero recibido por la izquierda será una espada de Damocles sobre la cabeza de Laurence? ¿Tendría en su mente David Hare, el guionista de Roadkill, la agitación mediática en torno al acceso privilegiado a ministros del gabinete de Johnson por empresarios que donaban grandes sumas al Partido Conservador y a la falta de transparencia en la adjudicación de contratos públicos a empresas privadas?

Más allá o acá de asociaciones inevitables en un telespectador informado, Roadkill funciona. Es una de las más atendibles producciones dramáticas con tema político que se hayan visto en fecha reciente en la pantalla doméstica cubana, a pesar de su emisión al filo de la madrugada los martes y jueves, y su retransmisión los domingos al amanecer.

La trama avanza a fuego lento. Tanto Hare, en la escritura, como Michael Keillor, en la realización, consiguen tejer situaciones en las que lo que parece ser nunca lo es del todo, pues bajo la superficie se mueven trapisondas y conflictos latentes que demoran en estallar, y cuando lo hacen quedan amortiguados por la mezcla de intereses personales y de Estado. Una moraleja no muy ética que digamos se desliza a lo largo de la historia: la suciedad bajo la alfombra, y si sale a flote, con una buena sacudida basta.

Hugh Laurie, a quien recordamos por las geniales extravagancias del doctor House y no hace tanto vimos como un descocado traficante de armas en El gerente nocturno, se llama a capítulo con una actuación sobria, cuidadosamente matizada. Alrededor del Peter Laurence que encarna, parece desatarse una tormenta que termina situándolo, increíblemente, en la cúspide, al menos en los compases finales.

De cuerpo entero y mente sinuosa muestra a un político populista, que olvida sus orígenes, y concibe el servicio público como trampolín para sus ambiciones, a la vez que se deja arrastrar como un peón de fuerzas corporativas superiores en el tablero. El hombre que comenzó la trama arriba, ganado un pleito por difamación en la corte, tropieza, además, con la certeza de una hija presa (Shalom Brune–Franklin) de la que nunca supo; una esposa (Saskia Reeves) que se refugia en la dirección coral y perdona las infidelidades, mientras permanezcan fuera del escrutinio público; una amante (Sidse Babett Knudsen) cansada de ser plato de segunda mesa; y dos hijas legítimas, una llena de ira y rencor (Millie Brady), que se deja fotografiar consumiendo cocaína, y otra distante y crítica (Ophelia Lovibond).

Choca con una primera ministra (la estelar y recientemente fallecida Helen McCrory), con ciertas reminiscencias thatcherianas; un asistente personal (Ian de Caestecker), desleal y voraz, amante y cómplice de la inescrupulosa ayudante de la premier (Olivia Vinall); y una chofer (Emma Cunniffe), presumible fuente de información para la prensa hostil, a la que confronta al decirle: «Tú sabes todo de mí, pero yo sé mucho de ti. No soy estúpido».

Por si fuera poco, la abogada que lo defendió (Pippa Bennett-Warner) se ve atrapada entre la lealtad hacia su cliente y la inviabilidad de revelar los estropicios de su ejecutoria; y la periodista que registró las grietas del político (Sara Greene) muere, aparentemente asesinada, en Washington. Cierta crítica lamentó lo que consideraron un cabo suelto, pero, ¿cuántas cuerdas sin atar se ven a diario en la vida real? ¿Cuántos Peter Laurence, mediocres y de alma gris, no están ahí, a la vuelta de la esquina, haciéndose visibles en los entresijos del poder?  

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