
La forma concierto no pasa de moda. Por mucho que desde la segunda mitad del siglo pasado, y aún antes, con la irrupción de las vanguardias de la postguerra, una buena parte de los compositores académicos, al experimentar con los sonidos, echaron a un lado moldes tradicionales como el concierto (obra para instrumento solista y orquesta) y la sinfonía, siempre hubo y habrá otros que sienten la necesidad de apelar a las convenciones para renovarlas.
Uno de ellos es el estadounidense John Adams. A mediados de abril puso a circular la primera grabación mundial en formato digital de Must the Devil Have All the Good Tunes? (¿Debe el diablo tener todas las buenas melodías?), a cargo del sello Deutsche Grammophon. Como complemento incluyó otra pieza suya, China Gates (1977).
Las casillas funcionan para bien y para mal. Adams es y no es minimalista. O mejor dicho, lo fue hasta cierto punto y luego se ha desmarcado para emprender una estética muy personal. Dijo a comienzos de este nuevo siglo: «El único realmente interesante e importante desarrollo estilístico de los últimos 30 años ha sido el minimalismo». Eso sí, a lo largo de su trayectoria profesional ha ido escalando y consolidando posiciones que lo han llevado a ser, a los 75 años de edad, uno de los compositores contemporáneos más reconocidos por la crítica y el público en su país y en el mundo.
En las reseñas biográficas, Adams refiere su primer recuerdo musical: sentado en la sala de estar de su casa de Nueva Inglaterra escuchando grabaciones musicales. «Crecí en una casa donde Benny Goodman y Mozart no estaban separados», ha explicado. Cinco décadas más tarde afirman, con razón, los críticos, que sigue siendo esa apertura a cada variedad de música –estadounidense y europea, vieja y nueva, culta y popular– lo que hace que sus composiciones sean tan distintas.
Como Andrew Porter escribió en The New Yorker, Adams es el creador de un «nuevo lenguaje, flexible, capaz de producir obras de gran escala atractivas y formalmente fuertes. La suya es una música maravillosa». A su vez, una reseña del diario francés Le Monde suscribió que «su música da la impresión de una libertad redescubierta, de una puerta abierta que deja entrar el aire fresco en grandes ráfagas».
Lo cierto es que su música ha desempeñado un papel decisivo en Estados Unidos para reconducir las claves de las vanguardias europeas del siglo pasado hacia un lenguaje que se aviene más a la almendra de una sensibilidad norteamericana, hasta donde cabe apresar un concepto difuso, pero real como este.
En esa ruta debemos tomar en cuenta tres hitos. Uno, la escritura, en 1978, de Phrygian Gates, para piano, y Shaker Loops, septeto de cuerdas, en el que comenzó a mostrar un planteamiento original que, sin despojarse de la estética minimalista a lo Philip Glass o Steve Reich, dejaba entrever una posibilidad expresiva en apariencia menos calculada. De esa época data China Gates, la obra que completa el disco que comentamos.
Después vino el arco que va de Harmonium (1983), para orquesta y coro, con textos de John Donne y Emily Dickinson, a Harmonielehre (tomando en préstamo un título de Arnold Schonberg), estrenada dos años después. Fue como cobrar conciencia de que tenía deudas con la tonalidad y el despliegue ilimitado del cromatismo. El público, no solo las élites ilustradas, se dio cuenta de que algo nuevo estaba pasando con Adams, y comenzaron a aparecer fanáticos que lo aceptaban sin reservas.
La definitiva bendición mediática vino con una obra que, al cosechar los éxitos anteriores, ya se hallaba en proceso: la ópera Nixon en China. El argumento no podía ser más retador: recrear el célebre encuentro entre los líderes de las dos potencias que descongeló –sabemos que solo hasta cierto punto y con muchas deudas y resquemores–una zona de la Guerra Fría para asombro del mundo. Su estreno, en octubre de 1987, levantó expectativas como nunca antes lo había hecho una ópera en los Estados Unidos de la pasada centuria.
A partir de entonces, Adams hizo lo que quiso, aunque será mejor decir lo que pudo, pues tampoco hay que endiosarlo ni aplaudir todo lo que ha dado a conocer.
El concierto para piano y orquesta recién publicado es el tercero compuesto por Adams. A todos ha puesto títulos: Eros piano (1989) y Century Rolls (1996), uno sacando a flote una veta postimpresionista, con muchos toques de humor, y el otro, retrotrayéndose al cromatismo exacerbado que alguna vez cultivó.










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