
Pocas veces una telenovela cumple desde el título con el alcance que se propuso: lejos de toda pretensión totalizadora y sociologizante como si Cuba entera pudiera explicarse en unas cuantas decenas de capítulos de ficción dramatizada, lejos de situaciones extremas y estridentes, lejos de aleccionadoras conclusiones –aun cuando al final hubo que atar cabos sueltos–; y a la vez cerca de sensibilidades familiares, de fórmulas sin las cuales el fenómeno telenovelero no existiría.
A la telenovela cubana, con razones o sin ellas, se le exige demasiado. Que sea realista y utópica; que cada nueva entrega supere a la anterior; que incite a la reflexión y propicie eso que llaman desconectar; que se parezca y no se parezca a la vida. (Cuando se parecen, asoman fundamentalismos moralizantes como los que alborotaron las redes sociales con el beso homoerótico entre dos personajes femeninos).
Por cierto, al crítico le exigen que sea laudatorio o implacable, que mida con el mismo rasero producciones foráneas y domésticas sin tener en cuenta textos y contextos, que sus opiniones confirmen la recepción que cada espectador hizo del producto, con lo que se niega, de plano, el diálogo entre pareceres y la confrontación equilibrada de valores.
La promoción inicial de Tan lejos y tan cerca cayó en una trampa. No era la telenovela de la covid, sino un retrato de personas y familias en tiempos de pandemia. El aislamiento social, el confinamiento y las consecuencias de la enfermedad ciertamente condicionaron algunos desarrollos argumentales, pero los conflictos principales, de naturaleza muy humana y sobre los cuales gravitan coordenadas económicas y sociales propias de nuestra realidad, hubieran saltado a un primer plano con o sin pandemia. Porque las relaciones entre padres e hijos, los vacíos en los vínculos sentimentales, los inapagables deseos en la tercera edad, las frustraciones y hallazgos de proyectos de vida en la Cuba de hoy, abordados desde la sinceridad y la transparencia, son temas recurrentes de la cotidianidad.
Considerada esta perspectiva, diseñada con acierto en principio por los guionistas Alberto Luberta Martínez y Lil Romero, los tiempos de la ficción televisual conspiraron para que esos conflictos maduraran, sobre todo el que involucró a Yaquelín, la delegada, y su dilema entre la fidelidad y la entrega sentimental.
Esa misma completa madurez deseada en aras de poner cada giro en su lugar, trajo consigo la excesiva dilación de una de las más atractivas y chispeantes situaciones, la de la pareja de Susana (Leidis Díaz) y Orlandito (Delvys Fernández), polos opuestos que al final se reconcilian entre el atrevimiento y el conservadurismo erótico.
Si de originalidad se trata, las palmas se las llevan los casos y cosas de la francesa Dominique, extranjera varada en la Isla y cuyo proceso de aplatanamiento dio mucho de qué hablar entre los personajes y la audiencia. A Doris Gutiérrez la hemos seguido en las tablas donde ha dado pruebas suficientes de una capacidad histriónica envidiable, al fin aprovechada por la televisión.
Y si de originalidad por explotar en una posible y necesaria entrega se trata, cabría llamar la atención acerca de cuántas Yohankas (una muy convincente Yaité Ruiz) podrían dar pie a ficciones que mucho tienen que ver en un pueblo donde el deporte es parte inalienable de su cultura.










COMENTAR
Mariem dijo:
1
23 de agosto de 2022
11:11:31
Raquel Moultan Meriño dijo:
2
24 de agosto de 2022
09:07:26
Responder comentario