Dentro de los seriales de trama médico-hospitalaria –cuántos hemos visto, cuántos nos faltan por ver de un filón inagotable para la industria audiovisual–, Multivisión ha acogido en lo que va de año dos producciones que se mueven en los extremos: Dr. Death (EE. UU., 2021, temporada única ya finalizada) y Doctor X (Japón, 2019, sexta temporada); la primera, basada en un hecho real; la segunda, una narración farsesca, delirante, que solo se entiende si se está familiarizado con ciertos códigos de las artes escénicas del archipiélago asiático. ¿Qué tienen en común? El cuestionamiento a los sistemas de salud.
Por muy espeluznante que resulte, la serie estadounidense refleja una amarga realidad: la historia del exneurocirujano Christopher Duntsch, rebautizado como Dr. Death (Doctor Muerte) luego de que se descubriera el rastro de pacientes mutilados, y algunos muertos, desde 2010 en adelante, a su paso por varios hospitales de Texas. Patrick Macmanus, auxiliado por dos guionistas, creó y desarrolló la producción, a partir de un reportaje radiofónico para internet y la cobertura periodística del proceso judicial que en 2017 condenó a Duntsch a cadena perpetua, bajo los cargos de negligencia criminal y asalto agravado.
A lo largo de ocho episodios desenvueltos en diversos planos temporales, el telespectador sigue la tórpida evolución de un médico mediocre, incompetente, drogadicto, megalómano, narcisista, excelentemente caracterizado por Joshua Jackson; los esfuerzos de dos colegas suyos para que la verdad salgan a flote (un Alec Baldwin monocorde y desvaído y un Christian Slater exultante) los obstáculos, que debe enfrentar la justicia, jalonados por una fiscal (AnnaSophie Robb), por momentos más enfilada en hacer carrera que en poner las cosas en su sitio.
Por suerte, lo que en un principio era un relato macabro de interés sicopatológico, derivó hacia un serio desmontaje de negligencias más tremendas que las del doctor de marras: el hacer la vista gorda y mirar a los lados de las autoridades sanitarias del estado texano, los intereses corporativos y el tráfico de influencias. Al terminar la serie, una leyenda escalofriante ocupa la pantalla: «Esto volverá a suceder».
Tan megalómana y pagada de sí misma como Duntsch, es Michiko Daimon, la protagonista de Doctor X, –«yo nunca fallo», repite una y otra vez– más no hay que tomarla en serio, mientras que a la hora del cuajo revela su costado humano. La producción japonesa se decanta por la comedia de tintes farsescos. La doctora está contra todas las banderas: la burocracia, la confianza ciega en la inteligencia artificial y los ídolos fabricados a base de hojas de servicio impolutas en hospitales de Occidente, el blindaje antiético de los directivos clínicos, el conservadurismo y los atavismos que distorsionan las tradiciones legítimas, en medio de la corruptela y el clientelismo.
Cada capítulo da la impresión de morderse la cola, por esquema y previsibilidad. La eficiencia excesiva y la gula desenfrenada del personaje encarnado por Ryoko Yonekura, de probadas facultades histriónicas, no muestra puntos de inflexión como tampoco las trapisondas de su representante Akira Kambara (Ittoku Kishibe), la baja catadura moral del doctor Hiruma (Toshiyuki Nishida), y la guataquería del doctor Ebina (Kenichi Endo), con el añadido en esta temporada de un doctor Tange (Masachika Ichimura), un tecnócrata economicista que no acaba de encajar en la comedia.
Pero todo esto obedece a las reglas del juego de una auténtica tradición, la del manzai y el owarai, expresiones escénicas que codifican la comedia nipona, del teatro a la televisión. Allá funciona y de qué manera. Aquí es harina de otro costal.










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