
Chinolope, el gran fotógrafo cubano, acaba de morir en La Habana, su ciudad preferida, cuyas luces y sombras captó como pocos para darle a su obra ese sello original que trascendió, siempre, a numerosas latitudes. Era un artista del lente siempre dispuesto, siempre capaz de atrapar ese instante preciso que solo los grandes, como él mismo, son capaces de encontrar a través de imágenes aparentemente cotidianas.
La luz del trópico es una categoría en nuestras islas, imposible de ser soslayada, o negada. El lente de Chinolope supo domarla en campos y ciudades; en explanadas de tierra firme, pero, sobre todo, en el misterio que revelan ciertos interiores urbanos en donde alcanza su definición mejor.
No olvidaré el día en que acababa de revelar fotos que había hecho a paisajes típicos de nuestros ingenios azucareros que me enseñó, orgulloso, porque –mucho antes– las había elogiado José Lezama Lima, arrobado por la transparencia del aire que corría entre el humo de las calderas y el cielo azul de cañaverales. El humo y el cielo habían intercambiado sus verdades legítimas porque habían sido atrapados, al vuelo, con esa magia proveniente de un ser forjado entre el cruce de los componentes afroasiáticos que mecen nuestra identidad. Luego, en el café de 23 y f, en El Vedado, a mediados del siglo, fijó la fraternidad generacional de Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís y Roberto Fernández Retamar, entre otros.
Así, guerrilleros y poetas –con cananas y versos– poblaron, en su eternidad, el cosmos que este fotógrafo antillano dejó entre nosotros como el más legítimo legado a la posteridad del tiempo, a nuestra historia.












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domingo amuchastegui dijo:
1
28 de octubre de 2021
15:19:48
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