Una suave brisa se cuela por el balconcito antes de fusionarse con la silueta venerable que más parece un resplandor en desafío a los astros y al tiempo. Un resplandor que, sin capitular frente al impulso indestructible de su intensidad, ha elegido siempre para sí la penumbra.
Allí, en ese ámbito que tiene demasiado de encantado, rodeada de libros, papeles y portarretratos que son un culto permanente a la familia y la amistad, arribó este 28 de abril a su aniversario Fina García-Marruz, justo en el año en que conmemoramos el centenario de su fraterno Cintio Vitier y encaminándose ella misma a esa edad provecta que es el siglo.
Vivir es también irse desprendiendo de posesiones, amores y recuerdos. Y el precio de una vida larga es justamente asistir a sucesivas pérdidas como un espectador a quien ni siquiera le es permitido el derecho a réplica.
Pero ella tampoco lo necesita. No por soberbia, no por conformista ni a tenor de que su existencia discurriera ajena a rupturas o abismos, sino porque pertenece a una casta de espíritus superiores que nos hacen creer todavía en la virtud, la justicia y la belleza; una aristocracia que no está asociada a títulos ni vulgares patrimonios y sí a la más pura tradición ética cubana.
Tal vez por ello resulta cada vez más necesario volver a sus poemas, a sus ensayos, a su ejemplo de férrea y callada laboriosidad, a su aliento de civismo, ternura y decencia… Y cuando se acerque uno a José Martí, cuando se aspire a comprender siquiera un ápice de la magnitud de su legado en las horas pasadas, presentes o futuras de Cuba, habrá que contar con las claves interpretativas que nos ha ofrecido esta mujer a propósito del Apóstol.
Hoy, con su exquisita y a veces incomprensible discreción, este mito viviente -último eslabón que nos conecta con la generación de Orígenes- parece recordarnos que toda perfección es solitaria, que la alegría es solemne como el mar, que hay crepúsculos verdaderamente impenetrables y que el enigma es tan incitante como el sereno rodar de las constelaciones.
Allí, en ese ámbito que tiene demasiado de encantado, rodeada de libros, papeles y portarretratos que son un culto permanente a la familia y la amistad, Fina García-Marruz no busca, no aspira a la trascendencia y, sin embargo, toda ella descuella como un horcón jamás estridente de esos que sostienen el alma invisible de la nación.
Hace más de setenta años, en su opúsculo titulado La Cuba secreta, la filósofa española María Zambrano delineó un perfil suyo del que me quedo con esta imagen: recogida, envuelta en su propia alma, ella realiza esa hazaña que es escribir sin romper el silencio.
Nuestro Lezama Lima, tan cercano a su cosmovisión pero incapaz de definir ese «misterio que se afina», la llamó paloma acerada.
Ahora, recién cumplidos los 98 años y cuando las pátinas del tiempo han nimbado esa coraza que la abriga, nadie puede afirmar que no siga siendo ella dueña absoluta de su vuelo y de su cielo, como estrella fija «con potencia mayor de eternidad».
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