«Esa capacidad de “saber ver” y de “poder sentir”, de “padecer” una irremediable fiebre de curiosidad, de lograr impresionarse, de hallar motivos de asombro en escenas vulgares o cotidianas, en apariencia efímeras e intrascendentes, acompañará (…) la sensibilidad del impenitente observador (…) y desembocará, más adelante, en su teoría de lo real maravilloso».
Bastarían estas líneas, que refieren la doctora Graziella Pogolotti y Mario Cremata, en el prólogo de Crónicas habaneras, de Alejo Carpentier –una nueva entrega de Ediciones Boloña (colección Raíces), como tributo de este sello editorial al aniversario 500 de La Habana–, para atarnos a las descripciones y sentimientos de la capital y sus habitantes, vistos desde la pupila de este autor esencial, primer latinoamericano en obtener el Premio Cervantes.
Las crónicas nos hacen participar en la fundación de la capital cubana como sujetos activos que presencian cada hecho, día y pasos de casas, gentes, monumentos y de la vida misma, donde caben desde la comida y la música, hasta las calles que pisamos.
Podrá verse de qué manera tan explícita Alejo escribió sobre la fundación del Convento de Santa Clara, donde –como él mismo dice– surgió la ciudad antigua, del romance y la leyenda y de paso, como un viandante cualquiera, describe la calle Samaritana, la Casa del alcalde, el cementerio, las cocinas, el primer baño público de La Habana, El pozo de la Madre, o el Recibidor de las Monjas…
Gracias a Alejo, desde estas páginas, sabemos que la calle Tejadillo (donde el joven abogado Fidel Castro instalaría su primer bufete) «se llamó así por una casa que se distinguía por su pequeño techo de tejas, siendo el de las demás de guano». O, Lamparilla, bautizada con ese nombre por una lamparilla que un devoto de las ánimas encendía todas las noches en su casa, situada en una esquina de la calle Habana.
Por Crónicas habaneras sabemos que había en la villa (nada de ciudad todavía) cuatro músicos… «Son estos Pedro Almanza, natural de Málaga, violín; Jacome Viceira, natural de Lisboa, clarinete; Pascual de Ochoa, violón, y Micaela Ginez, negra libre, vihuelista: los cuatro llevan generalmente sus acompañantes para rascar calabazo y tañer castañuelas…».
Luego veremos –porque lo que Carpentier describe parece que lo estamos viendo– a Alejo Carpentier junto a Nicolás Guillén, recorriendo la Avenida del Cerro. O describiendo la vida del puerto habanero: «¡Nada falta al puerto de La Habana, de lo que hace la poesía de los más grandes puertos del mundo!».
Pero mucho más hay en Crónicas habaneras, de Carpentier, obra auspiciada por la Fundación que lleva su nombre. Por su parte Boloña, la editorial de la Oficina del Historiador de la Ciudad, seguirá ofreciéndonos escenas indispensables para conocer cada vez mejor a La Habana en sus 500 años.










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