Llegó, cantó y triunfó. A base de pasión, inteligencia y convicción, Bárbara Hendricks dejó una huella que debe ser perdurable en la memoria afectiva del público habanero que asistió al concierto que ofreció el pasado jueves en la Basílica Menor de San Francisco.
Ya había estado antes entre nosotros el año pasado cuando se presentó en la sala Dolores, de Santiago de Cuba, acompañada por la Sinfónica de Oriente, bajo la dirección de Daria Abreu, en la interpretación de arias de Mozart y de Porgy and Bess, de Gershwin.
Ahora lo hizo para protagonizar en el contexto del Mes de la Cultura Francesa en Cuba. Estadounidense de nacimiento (Arkansas, 1948), orgullosa de su pertenencia a la comunidad afronorteamericana, reside desde hace buen tiempo en Suecia. Pero Francia es para ella una patria espiritual, de manera que honró ese compromiso al viajar nuevamente a Cuba.
Artísticamente contó con la complicidad de dos entrañables colaboradores suecos, el flautista, saxofonista y orquestador Magnus Lindgren y el guitarrista Ulf Englund, y el notable aporte de la Camerata Romeu, debidamente reforzada, y la empatía lograda con su directora, la maestra Zenaida Romeu.
El repertorio interpretado por ella recorrió estancias antológicas de la música francesa. En una primera parada se detuvo en Les nuits d’ eté (Las noches de verano), de Héctor Berlioz (1803–1869), ciclo de canciones inicialmente concebido para piano y mezzosoprano o tenor en 1841, pero cuya versión para orquesta y soprano, de 1856, es la más difundida.
De inconfundible aliento romántico, no solo por la estética literaria del autor de los versos, Teophile Gautier, sino por la propia naturaleza del lenguaje musical, la Hendricks, compenetrada con la masa instrumental, mostró una emisión consistente y un relieve vocal grávido de intensidad y hondura, con una dinámica bien definida.
Con la intervención adicional de cantores del coro del Teatro Lírico Nacional, abordó luego la Habanera, de la ópera Carmen (1875), de George Bizet (1838-1875), en una interpretación que consiguió un raro y espléndido equilibrio entre bravura y morbidez.
Lindgren y la Camerata, con una Zenaida en el podio que nos recordó por qué Michel Legrand se deslumbró por la manera en que ella condujo en La Habana su Concertoratorio en 1989, recrearon temas de la banda sonora del filme Los paraguas de Cherburgo, que abonaron el terreno para que la Hendricks desembocara en La vie en rose, el clásico de la Piaf, y en Hojas muertas, ese otro clásico de Joseph Kosma sobre un hermoso poema de Jacques Prevert, eternizado por Yves Montand.
Dicho sea no de paso, sino para subrayar un valor estético fundamental, al enlazar a Berlioz con estos temas, la Hendricks iluminó los fecundos vasos comunicantes entre la tradición de la música de concierto de la escuela romántica y la de la canción popular francesa.
Como para que no quedaran dudas de su indeclinable vocación combativa, que la llevó a su país de origen a sumarse a la lucha por los derechos civiles —en más de una ocasión ha dicho que “sufrí un apartheid por el color de la piel”—, la cantante, junto al guitarrista Englund y con el apoyo de las percusionistas cubanas Yaimí Karel Lay y Yuliet Abreu, inflamó al público al interpretar Freedom (Libertad), canción emblemática de las movilizaciones antirracistas en los años 60.
En la despedida, un gesto de amor hacia la cultura cubana: la cantante interpretó El manisero, de Moisés Simmons. Cómo no evocar a Rita Montaner en la memoria que nos legó Alejo Carpentier sobre el éxito de la única en París con ese pregón. Descarga criolla sobre la escena. La Hendricks, hija del blues, se marchó entre aires soneros.










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