Con el recital protagonizado antes de fin de año por Johana Simón en el Museo Nacional de la Danza, dos viejos mitos wagnerianos quedaron destrozados: uno, la distancia entre la sensibilidad del público cubano, presuntamente inclinado a la veta operática italiana, y la que exige entendérselas con la densidad germánica; dos, la imposibilidad de que una cantante de esta parte del mundo aborde con criterio propio el repertorio del inmenso compositor alemán y salga airosa en la prueba.
El crítico José Rodríguez Neira me comentó al término de la faena: “Ya puedes imaginarte cuánto se ha empeñado en el estudio de cada partitura. Le ha tomado la justa medida a Wagner”. Como antecedente, su participación en el elenco que estrenó no hace tanto en La Habana, El holandés errante.
Lo que hizo entonces dio pie a lo conseguido ahora y no es algo excepcional en su carrera: la madurez de esta joven soprano tiene su fundamento no solo en el talento ni en la formación académica, sino de manera especial en el nivel de conceptualización con que afronta cada reto artístico.
En el caso que nos ocupa, nada hubiera sido igual sin la colaboración del pianista acompañante Yanner Rascón. Al ajustado desempeño de su papel, suma la cualidad para llenar el vacío de la orquesta en aquellas obras —una buena parte del recital— concebidas originalmente para la escena, con el consabido despliegue instrumental y las derivaciones tímbricas y armónicas del compositor que revolucionó el teatro musical europeo en la segunda mitad del siglo XIX.
El recital comenzó por los Wesendonck Lieder (canciones de Wesendonck), ciclo de cinco canciones compuesto por Richard Wagner entre 1857 y 1858, a partir de poemas de inspiración romántica escritos por Mathilda Wesendonck, esposa de un banquero alemán que en un momento patrocinó al autor. Más allá de las especulaciones biográficas sentimentales —si fue platónica o no su relación con Mathilda—, lo más interesante es establecer el vínculo entre dos de estas canciones —En el invernadero y Sueños— y la composición de una de las páginas más rotundas del repertorio wagneriano, Tristán e Isolda.
Si bien en esas piezas se prefigura el material de la mencionada ópera, los Wesendonck Lieder —ya sea en las versiones originales con piano acompañante como en las orquestales— demandan del intérprete una emisión vocal controlada y una proyección emocional íntima, satisfechas a plenitud por la Simón.
Tras esas canciones, la soprano se internó en parte del núcleo duro de Wagner para la voz femenina. Transitó por dos momentos de Tannhauser (1845) —las arias de Elisabeth en el segundo y tercer actos, Dich, teure Halle y Allmachtge Jungfrau—; continuó por los formidables pasajes asignados al personaje de Elsa en Lohengrin (1850) y se instaló en la altura épica del grito de guerra de Brunilda en La valquiria (1870).
Al final, la perla de la corona: Mild und leise (Dulce y suave sonríe), el célebre Liebestod (Muerte de amor) de Isolda, cuya línea de canto se expande y concentra para expresar la idea de la transfiguración.
No hace falta comparar a Johana Simón con nadie. En el mundo han estado las Kirsten Flagstad, las Birgit Nilsson, las Elisabeth Schwarzkop, paradigmas wagnerianos. La nuestra va por buen camino; venció y convenció.












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Francisco Rivero dijo:
1
4 de enero de 2016
05:31:18
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