“No hay voces barrocas y no barrocas, creo que hay voces bien educadas y otras que no lo están”, dijo una vez el director y musicólogo italiano Alberto Zedda como para desterrar los prejuicios de quienes han parcelado extremadamente los perfiles de los cantores de nuestra época.
La frase vino a mi memoria al escuchar a los jóvenes cantantes implicados en la puesta en concierto de la ópera Dido y Eneas, del compositor inglés Henry Purcell, hace apenas unos días en la Basílica Menor de San Francisco.
Se pueden señalar ciertas aristas que requieren pulimento, pero la demostración de los intérpretes, pertenecientes unos a la nueva hornada del Teatro
Lírico Nacional y otros a formaciones corales que fungen como verdaderas escuelas, despejó cualquier duda ante la real existencia de voces calificadas, técnicamente solventes y artísticamente comprometidas llamadas a dar, más temprano que tarde, un vuelco a la escena lírica musical doméstica.
Las sopranos Alioska Jiménez (Dido) y Kirenia Corzo (Belinda), el bajo Ahmed Gómez (Eneas) y la mezzo María Méndez (Hechicera), esta última una de las más cuajadas revelaciones en esta categoría vocal, asumieron la partitura con plena convicción y ajustado estilo.
Para suerte nuestra también están contratenores promisorios como Leby Bautista y Eduardo Sarmiento, portadores no solo de ese timbre hasta hace poco escasamente cultivado en la Isla, sino también de probadas cualidades artísticas.
Nada hubiera sido igual sin la participación de Vocal Leo y el papel de su directora Corina Campos, agrupación que cada vez más afianza su jerarquía.
El concierto fue conducido por el maestro colombiano Felipe Aguirre, al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, en una ejecución sin contratiempos y bastante cercana al espíritu purcelliano, aunque hubiera deseado en determinados pasajes una intención dinámica de mayor sutileza.
Dido y Eneas (1682), basada en el poema épico Eneida, de Virgilio, convirtió a Purcell (1659-695) en un referente fundacional de la ópera nacional inglesa.










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