
La más reciente jornada de la temporada sinfónica marcó el reencuentro del pianista Adonis González con el colectivo instrumental. En una sala Covarrubias casi colmada era posible, en la mañana del primer domingo de abril, advertir la expectativa generada por la presencia en la escena del solista santiaguero, ganador más de dos décadas atrás de las máximas recompensas en el concurso de la Uneac y el internacional Teresa Carreño, de Caracas, y luego portador de una apreciable carrera académica y musical fundamentalmente desplegada en Alemania y Estados Unidos.
Antes y después de su presentación, el maestro Enrique Pérez Mesa, estratégicamente situó las coordenadas del evento: música rusa de probado poder de seducción. Primero, la obertura de la ópera Ruslán y Liudmila (1842), de MijailGlinka (1801–1857) y más tarde, la suite Scherezade (1888), de Nikolai Rimski–Kórsakov (1844–1908), ejecuciones llevadas a cabo con brío y prestancia por la Orquesta Sinfónica Nacional.
A todas estas, la selección de Adonis no podía ser más exigente para el solista y la orquesta: el Concierto no. 3 en Do mayor op. 26, de Serguei Prokofiev (1891–1953). El compositor terminó la obra en 1921, a doce años de distancia del boceto inicial. Al estrenarlo él mismo al piano en Estados Unidos, no consiguió el favor de un público que alababa por esos días el impulso romántico de su compatriota y tocayo Serguei Rachmaninov. Tuvo que ser otro Serguei, Koussevitzky, y otro escenario, París el que consagrara un año después de la partitura, en la interpretación de su autor. Entre las grabaciones más famosas se hallan las del norteamericano Van Cliburn y la argentina Martha Argerich.
¿Qué tiene de especial esta pieza? Quizá para ganar la confianza de Koussevitzky, Prokofiev le dijo al conductor sinfónico: “Esta no es una sinfonía de Stravinsky. No hay métricas complicadas. Ni tretas sucias. Puede digerirse sin una preparación especial. Es difícil para la orquesta, pero no para el director”. Pero, como quiera que contaba consigo mismo para el teclado, no habló de las dificultades a que se exponía el pianista. Mstislav Rostropovich, quien siendo joven intimó con el maestro, observó: “Escuchándolo me acuerdo de su forma de hablar: ingenioso, sincero, a veces brusco, pero a menudo suave”.
Ese espíritu contrastante pero a la vez coherente recorre la partitura y esa fue la clave de Adonis González para interpretar una obra que demanda desentrañar las cambiantes relaciones entre ritmo y melodía, pulso y entonación, sin perder el curso de los episodios sonoros. Una obra que se instala en la memoria del oyente cuando el pianista y la orquesta, como sucedió con Adonis y la OSN en manos de Pérez Mesa, se complementan.
Al final, Adonis sorprendió al público con una entrega adicional. Gitanerías, danza española de Lecuona, salió de su cauce habitual para enrumbar hacia un impromptu fantástico, más cerca de Chucho Valdés que del compositor cubano. Pura y dura invención.










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Luis Roberto Choy López dijo:
1
14 de abril de 2015
07:07:58
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