“Cuba me salvó”, dijo Fito Páez con esa certeza llana, inextricable que solo él puede descifrar. “Cuba me salvó”, reiteró una y otra vez ante las miles de personas que lograron conseguir a como diera lugar (incluso a sobreprecio) una entrada para no perderse su concierto en el teatro Karl Marx. Pero el “flaco” quizá no puede llegar a imaginar que el también nos salvó, que su poesía nos permitió sobrevivir el paso del tiempo y a nuestras vidas acuchilladas por las tormentas emocionales, porque, a decir verdad, no hay nada más cerca de un refugio que las canciones de Fito Páez.
El rosarino es un tipo hecho para irse y también para volver. Por eso apenas dos años después de su última presentación en La Habana (fue en diciembre del 2012 cuando presentó su DVD El amor después del amor en el Festival de Cine) salió de la oscuridad de la leyenda para volver a entablar ese romance inacabable que tiene con Cuba y con los cubanos. Fito llegó ahora para dedicarle su homenaje personal a Silvio Rodríguez y a Pablo Milanés, dos trovadores que ha asumido con orgullo como dos figuras tutelares. Pero no solo evocó a los fundadores de la Nueva Trova, sino también a otros de sus inolvidables compañeros de ruta: Santiago Feliú y Luis Alberto Spinetta, con quienes compartía las noches en las que “salíamos a volvernos locos como todos los artistas”.
Pero Fito, a pesar de sus ademanes nerviosos y sus palabras en ráfaga, es un tipo bien cuerdo. Sabe que sus canciones, como las de sus compañeros de viaje, tienen historia y funcionan como estímulo y talismán para sus seguidores, entre ellos los miles que asistieron al Karl Marx. El argentino, acompañado del pianista cubano Aldo López Gavilán y el contrabajista argentino Mariano Otero, abrió con La vida, de Silvio, para volver a librar luego una lucha interminable en la que no existen vencidos ni vencedores, solo el parto (muchas veces doloroso) de temas que aún nos llevan a observar con detenimiento el lugar que ocupamos en este mundo que anda de cabeza, a replantearnos la vida y la relación que tenemos con ella. Porque, obviamente, Fito Páez, de 51 años, ya no es aquel joven que cantaba con la sangre vibrando en la garganta, pero la vastedad de sus textos sigue cargando con nuestro pasado, con nuestras noches en vela cuando nos abandonábamos por ahí en los rincones de esta ciudad inacabada para probar los placeres más ocultos de la noche.
Por suerte todavía hay algunos que cantan los temas de Fito con una maltrecha guitarra en los refugios del Parque G o en los muros desdibujados del Malecón habanero.
El público aguardaba cada canción como solo se espera un salvavidas en medio de la deriva inmóvil del mar o con la expectación que precede a la llegada de un ídolo. No era para menos. En el concierto no solo estaban los que habían crecido entre las espinas y las rosas de su obra, sino también los más jóvenes que habían entablado recientemente relación con el rosarino por sus discos o por las imágenes de la televisión, todos, claro está, le reclamaban a gritos sus canciones de cabecera. Y el Flaco no se hizo de rogar. Sacó de sus maletas temas que han hecho época como Tumbas de la gloria, Mariposa tecknicolor, Un vestido y un amor, Naturaleza sangre, Dar es dar o Giros y así muchos pudieron escucharlos desde el legado luminoso del pasado y otorgarles su propio presente y sentir, asombrosamente, que Fito salió ileso de los días de euforia, curó sus heridas y pactó con sus fantasmas sin dejar de sentir el viento que late profundo desde abajo.
El argentino es un músico que muchas veces ha mantenido el asombro de vivir gracias a sus amigos, a esos músicos que como él asumieron que el mundo estaba para cambiarlo y para hacerlo un lugar un poco mejor. De ahí que para numerosos espectadores Fito tocó el cielo con Cable a tierra, un tema que sacó de las mismísimas entrañas para ofrendárselo a Santiago Feliú, uno de nuestros talismanes que partió demasiado pronto. Como era de esperar, el público estalló en aplausos cuando Fito le pidió a Santi que regresara desde la eternidad.
Fue imposible quitarle la vista de encima. Iba de un lado a otro como si no pudiera tomarse un respiro en un mismo lugar. Colocaba las manos al piano, bromeaba con Daiana García, la directora de la Orquesta de Cámara de La Habana que acompañó las canciones con espectaculares arreglos, lanzaba algunas palabras cómplices al público y volvía a colocarse tras el micrófono para repasar su vida. Pero entre canciones, reencuentros y despedidas, protagonizó un hecho que tocó las fibras más íntimas de los espectadores: se acercó casi a los pies del escenario y comenzó a cantar como en un susurro Yo vengo a ofrecer mi corazón. Entonces, un silencio impresionante sobrevoló el teatro, solo interrumpido por los sonidos de las cámaras y alguna que otra voz de un espectador delirante. Luego regresó al piano para terminar esa canción total que todavía funciona como una declaración de principios, sobre todo en estos tiempos en que una buena parte de la música se está convirtiendo en un bazar de simulacros.
Otro clásico sonó al final del concierto. Fue Para vivir de Pablo Milanés, un “hermano que también me salvó cuando me trajo a Cuba”, confesó.
Con este tema en el que el maestro Leo Brouwer se situó al frente de la Orquesta de Cámara de La Habana, Fito tocó la recta final de un concierto con el que no solo ofreció un homenaje redondo a dos emblemas de la música cubana, sino también, como él mismo señaló, demostró que América Latina sigue siendo, a pesar de todo, un lugar para la invención.
Y tanto Fito, como Silvio, Pablo, Santi y Leo, son una extraordinaria prueba de ello.












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Francisco dijo:
1
3 de octubre de 2014
11:13:48
MARIANA dijo:
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Juank dijo:
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16:37:40
Alexis castañeda dijo:
5
3 de octubre de 2014
23:00:20
Alma Hernández dijo:
6
4 de octubre de 2014
09:06:30
lilia dijo:
7
5 de octubre de 2014
15:41:59
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