
Para Arthur Schopenhauer, el filósofo, la felicidad no era más que una falacia y solo podíamos, como seres humanos, intentar ser lo menos infelices posible. No tener grandes expectativas, recetaba el depresivo alemán.
Con la paz parecería que ocurre casi lo mismo. Ella, paradójicamente, siempre ha sido un asunto conflictivo para la humanidad, al menos desde que la memoria encontró vías para perpetuarse o dejó pistas para ser rescatada.
Desde las fracturas perceptibles en los huesos fosilizados, las pinturas crípticas de las paredes en cuevas, las escrituras antiguas de lenguas muertas o las ciudades sepultadas, la historia de la humanidad que vamos conociendo podría entenderse como la historia de nuestras violencias, entrecruzadas, por su puesto, con el viejo sueño de salir de ellas.
La paz, como concepto, ha estado tan enlazada con la violencia que, al buscar definiciones, lo primero que aparece es la construcción del vocablo como una suerte de antónimo por excelencia. Antónimo de guerra, de conflicto, de ruido o de perturbación.
Es como si no supiéramos lo que significa la paz y sí lo que queremos que no sea. Ello solo nos sirve para definir que la paz, como mínimo, es una búsqueda, una interrogante y un sueño.
Sin embargo, las memorias merecen ser resignificadas, porque del entendimiento de las memorias tomaron cuerpo y sentido las palabras del hoy. Y a la memoria, ya decíamos, la paz le ha sido tan esquiva, tan cara, que puede que, con condescendencia, nos inviten a asumir como normalidad, como «paz», lo que, parafraseando a Schopenhauer, sería la menor de las violencias posibles.
Por eso precisamos defender nuestro derecho a redefinir qué entendemos y queremos por paz o incluso reditar lo que es guerra, conflicto, ruido o perturbación… o si despierta el mismísimo Schopenhauer, rebatirle sus entendimientos tristes sobre la felicidad, porque para nosotros estar en paz no necesariamente es un antónimo de lucha y obligatoriamente sí un sinónimo de ser felices.
Nuestra concepción de paz se antoja un tanto garcíalorquiana, porque el poeta español soñaba entonarla como canción bajo el olivo: Dirá: paz, paz, paz, / entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita; / dirá: amor, amor, amor, / hasta que se pongan de plata los labios.
Nuestra idea de paz es necesariamente como la de Rafael Alberti cuando anhelaba una Paz sin fin, paz verdadera. / Paz que al alba se levante / y a la noche no se muera.
Hay quien pide demasiado poco cuando se habla de paz. Hay quien intenta enclaustrarla en marcos legales sin siquiera haberla conseguido y por ahí van… como fuimos nosotros en América Latina –hace 200 años y aún nos pesa– presos de una idea de república que nunca tuvimos ni tendremos. Nos ha costado mucho, nos cuesta, entender nuestra capacidad de voz y voto en la historia.
Cuando pregunten por la paz en el mundo, no nos vamos a quedar suplicando para que en los próximos 16 meses no asesinen a 45 000 seres humanos en Palestina. No seremos «angelitos» desde un coro eclesiástico narrando con exclamaciones la tragedia en pos de una paz plástica que se entienda como «no se escucha un tiro; no cayeron bombas hoy».
Queremos un poco más que eso, precisamente para que no sean 45 000 nunca más. Queremos una paz que no se parezca a la limosna, porque ya sabemos que la limosna nunca alcanzó para matar la pobreza, sino apenas para el hambre y solo un día.
No queremos una paz etérea, que se desdibuje, la nuestra tiene condiciones, circunstancias y contrarrelato.
No queremos una paz de palomas blancas, que ni siquiera se parecen a nosotros y nosotras; en nuestra paz vuelan palomas empedradas, negras, mosaicas, azules… y hasta los cuervos que renieguen de ir por ahí sacando ojos.
Cuando pregunten por la paz en el mundo, no solo gritaremos que acabe la guerra, estaremos gritando también algo parecido a «¡Patria o Muerte!» en Burkina Faso, y expulsando de África, en general, a los garantes de una paz que nos mata de hambre. Estaremos en una toma de tierra protagonizada por campesinos en América Latina o conspirando junto a los mapuches.
Cuando pregunten por la paz en el mundo, nos preguntaremos por todo lo que no conocemos o entendemos de lo que ocurre en el mundo… y correremos a estudiar un poco más, para sentir un poco más.
Cuando pregunten por la paz, nos remontaremos al mito griego de Sísifo, para decir que entre los «castigados por los dioses» no hay paz posible; que en la tortura de subir cada día la misma y estéril piedra a la montaña, sin voluntad ni conciencia de para qué sirve, tampoco hay paz: no la garantizamos.
Albert Camus, escritor francés, nos llamaba a imaginar a Sísifo feliz y nos decía que «Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio».
Cuando pregunten, diremos que Sísifo nunca fue feliz y que, como ocurre con la ternura, con el desprecio tampoco basta.
COMENTAR
Responder comentario