Hay conceptos cuya profunda dimensión humana, social, incluso de sentimientos, hace que ninguna definición de sus esencias –por científica y profunda que sea– esté del todo completa sin las vivencias y las comprobaciones del inimaginable alcance que, en el devenir cotidiano, en el hacer incansable, y en la conquista perenne de la historia puedan darle los pueblos.
Hay certezas que se hacen a fuerza de experiencia y confianza, de voluntad y decisión. Certezas que se construyen por lo que, para nosotros, es cuestión de principios y lealtad, y para otros, que ignoran la fuerza de la virtud, es solo una necedad incomprensible que, no obstante, nos mantiene en pie por encima de lo superficial y lo incierto.
Claro, aunque las herencias morales y éticas hacen que se convierta eventualmente en un proceso espontáneo, no lo es desde sus inicios. Tienen los pueblos que aprender, equivocarse, superar sus miedos y ascender en los anales de la historia, para entender que existen posesiones demasiado valiosas como para ser arriesgadas, y que ciertas lecciones deben ser tatuadas en la mente y en el alma de idéntica forma, para que si una flaquea pueda la otra venir en su auxilio y resanar la confianza perdida.
En el camino de esos aprendizajes se levantan los muros que sirven de infranqueable parapeto a lo verdaderamente importante. Los pueblos, poco a poco, desechan la hojarasca de la incertidumbre y las ambivalencias, cuando las pruebas de la certeza del camino son irrefutables, y cuando las veredas que se suceden, una tras otra, llenas de falsos encantos, afianzan nuestros pies en el sendero que no siempre suele ser florido y halagüeño; pero, definitivamente, lleva nuestros pasos hacia un lugar seguro.
Cada día nuestra determinación es puesta a prueba, nuestra fuerza es sometida al escrutinio de un rapaz oportunismo, y nuestros principios y valores humanos y morales, pasan por el fino tamiz de la desconfianza infundada, para herir y reemplazar lo justo por lo fácil; por lo que no reclama el sacrificio que engrandece y forma, olvidando que, en honor a la verdad, «quien lleva mucho adentro necesita poco afuera».
Hay quienes prefieren pensar que aquello que nos lacera y consume nuestras esencias más humanas es un simple delirio de persecución, y no una maquinaria montada para construir meros autómatas, incapaces de entender el modo, ya ni siquiera sutil, en que se manipula su conciencia.
Solo las verdades aprendidas con el curso de la historia, las certezas abrazadas entonces por objetiva transitividad, alertan, preparan, curan el alma de los pueblos.
Parece una lógica fácilmente comprensible, pero ha sido necesario mucho sacrificio, mucho ejemplo, mucha voluntad y la excepcionalidad de inolvidables liderazgos para comprenderlo. En todo ello, habita un hilo conductor, uno que, por tradición patriótica y ética, no ha llegado jamás a romperse, ni siquiera en los momentos más duros. Unidad, ese hilo se llama unidad.
Unidos aprendimos a entender que las derrotas son parte del camino hacia el triunfo, que los errores son necesarios para ganar sabiduría, perfilar la inteligencia y el sentido común.
Unidos aprendimos a compartir en igual medida la alegría y el dolor, a extender el brazo para que aquel que ha caído se levante.
Unidos hicimos de Cuba lo que es, un referente universal de todo lo que, de esta humanidad aparentemente maltrecha y confundida, todavía merece ser salvado.
DIVIDIRNOS ES LA APUESTA PARA DEJARNOS INDEFENSOS
Así cazan los depredadores a sus presas. Suelen alejarlos de la manada, aislarlos para servirse de ellos; solo así la caza es exitosa. Cuando ese acto no se consuma, cuando la manada permanece junta y alerta, ni el mejor equipado depredador logra cumplir su objetivo; y, con la frustración de una fuerza que lo supera, no le queda más remedio que alejarse.
Es una ley del reino animal, pero que traemos muchas veces a colación, cuando la sabiduría ancestral de la madre naturaleza nos recuerda ciertas realidades que a veces olvidamos.
Dos lecciones sacamos de la simple recreación de esta escena. La primera es muy clara: «divide y vencerás»; pero, la segunda, que es precisamente la que solemos pasar por alto, es que el depredador no descansa. Se agazapa y espera paciente; para él, un error del grupo acechado es suficiente.
Tanta depredación hemos visto en este mundo y conocemos tan de cerca a quien acecha, que como nadie podemos dar fe de la veracidad de este principio natural.
Aquel que una vez nos vio como la fruta madura, que se paró en nuestra espalda como quien pisa orgulloso su botín de guerra y se dispuso a saquearnos hasta el aliento, aquel a quien echamos de esta tierra amada jamás se ha conformado, y lanza zarpazos desde los más insospechados sitios, con la esperanza de que alguno nos aseste. No importa si para ello tiene que bloquearnos, literalmente, hasta el oxígeno.
Sin embargo, su fracaso lo corroe, su frustración lo hace aun más peligroso; así que apuesta a lo que sabe que sería su única oportunidad: hacernos renegar de lo vivido, apartarnos de nuestra identidad, alimentarnos el individualismo que corroe los cimientos de la fuerza que, hasta hoy, nos ha mantenido incólumes.
Quiere que nos miremos los unos a los otros sin espíritu de hermanos, que nos culpemos y enfrentemos. Quiere que hagamos prevalecer la ley del más fuerte, que apostemos por aquello de tanto tienes tanto vales, que renunciemos a la otredad.
Espera que las tormentas de la incredulidad y la desconfianza derriben más muros que los huracanes, y que no sea un sismo, sino la pérdida de valores lo que nos abra el suelo. Fríamente calculado está su plan.
¿POR INGENUOS NOS TOMAN?, TAMAÑA INGENUIDAD LA SUYA
Nada nuevo han descubierto. Hace mucho un pensamiento preclaro y siempre adelantado al momento histórico desclasificó sus intenciones. Él nos lo dijo primero, que ningún enemigo tenía la capacidad de echar por tierra nuestra obra, que de tamaña barbarie solo seríamos capaces nosotros mismos.
¿Nosotros?¿Cómo podría ser eso posible? Este pueblo jamás traicionaría lo que con sus propias manos construyó.
Como tantas otras veces, nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz –profesor de todas esas lecciones descritas en esta página– puso ante nuestros ojos una verdad que, hasta entonces, no habíamos contemplado; o al menos no desde su lógica irrebatible, desde su perspectiva única de Cuba, su pueblo y su realidad.
Y oportuna como pocas fue aquella alerta, aquella manera única en la que tocó la fibra de los revolucionarios de una punta a la otra de esta Isla, y aquellas palabras marcaron un antes, un después y un hasta siempre, porque ningún patriota podría soportar la idea, la más mínima posibilidad de hacerle el juego a quienes se regodean con todo aquello que nos daña.
Por eso no podía faltar hoy, entre las más sinceras y profundas evocaciones de su existencia, lo que fue su bandera, su ideología más preciada, objeto siempre latente de su hacer, fin supremo de todas sus acciones: la unidad de este pueblo.
Pero allá en la eternidad ten por seguro, hombre patria, hombre pueblo, que ese puntal ha soportado los embates de los tiempos tempestuosos y sigue en pie, como salvaguarda insustituible de nuestra paz y nuestra estirpe.
Mientras la mano de unos siga extendida para otros, mientras compartamos con desinterés lo que tenemos, mientras el abrazo solidario alivie el dolor y la disposición a fundar y construir nos acompañe, no habrá esperanza que se apague, ni sol que deje de brillar por intensa que sea la tormenta, ni Patria negociada ni perdida, porque no exista la moral suficiente para batallar por ella.


 
                        
                        
                        
                    





 
     
    










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