
He aquí, seis décadas después, erguido el cuello que iluminó la frontera al recibir el balazo. Y aferradas a él las criminales garras de la misma bestia. ¿Por qué? Malevolencia del odio, verdugo del heroísmo, podría decirse; pero hay aquí otra verdad.
Oficiar de centinela en las noches frente al peligro no fue novedad para aquel muchacho, aunque solo tenía 17 años; desde temprano debió vigilar en su barrio la nocturnidad de los hornos de carbón hechos por el papá, sostén de la esposa y los 12 hijos, de los cuales el mayor era él.
Si el fuego desbordaba un horno de La Morena, habría castrado el esfuerzo nocturno del niño Ramón, que lo vigilaba, y el sudor de su papá, que hacía carbón en ese pueblito tunero de Puerto Padre. De ahí no pasaba el peligro.
Pero más al oriente, si el usurpador desbordaba los límites del territorio que de modo ilegal ocupa en Guantánamo, podía decapitar el futuro de un pueblo dueño de su destino por primera vez en su historia. En el horno se defendía el sustento de una familia; en la frontera, la soberanía de un país. El asunto era de vida o muerte, y eso lo tenía muy claro Ramón López Peña.
«No te descuides, mijo, esa gente es capaz de cualquier cosa», le había advertido Andrés, el padre, en referencia a la soldadesca gringa apostada en la Base naval. Dicen que Ramón le respondió con una sonrisa, y le prometió cuidarse; pero, «voy a cumplir mi deber».
Integrar las filas de la Unión de Jóvenes Comunistas estaba en sus planes, pero, que sería el primer militante de esa organización en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, eso no pasaba por su imaginación, al atardecer del 19 de julio de 1964, cuando el joven soldado se dispuso a relevar a un compañero de guardia en la posta 44 del batallón fronterizo.
Desde el otro lado le apuntaba un fusil; era parte de la provocación iniciada una hora antes.
Cuatro meses y tres días separaban entonces a Ramón López Peña de su cumpleaños número 18; no llegó a celebrarlo; un disparo en la nuca se lo impidió.
Es verdad que, desde entonces, el enemigo ha enlutado a cerca de 3 480 familias cubanas, que los engendros mercenarios no cesan.
Pero, seis décadas después, aferradas al cuello de un país vencedor de todos los balazos, las garras criminales de la misma bestia se encorvan, acalambradas. El verdugo jamás podrá con el heroísmo.
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