
Justo a la una de la mañana se va la luz y mi hija, que parece «eléctrica» –bien lo pueden atestiguar los vecinos– rompe en una perreta. Me levanto con cuidado a abrir las ventanas para que los mosquitos no se me cuelen en el mosquitero, porque a ellos, cuando se va la luz, parece que alguien les dice: ¡al ataque!
Vuelvo a la cama y, después de varias canciones acompañadas de tiernas nalgaditas, y el cuento interminable de un caballo enano lastimado, al que rescata una niña buena, mi hija medio retoma el sueño, y su padre y yo con ella. ¿Cómo me levanto al otro día?: como si me hubiera arrollado un tren.
Esta pudiera ser la anécdota de miles de madres y padres cubanos, de personas trabajadoras. No vivo en otra Cuba y, por ser revolucionaria, no tengo circuito aparte ni recibo dinero a montones. Ser patriota y defender la obra que creo justa no implica estar al margen de lo difícil.
Vivo cada día la misma realidad de todos los cubanos, me desvelo, y me duele cuando sé que situaciones muy duras ponen en desventaja social a una familia, a una madre, a un anciano. Pero aprendí algo desde niña: no es con el mar en calma que se prueba la convicción del marinero.
A mí me educaron a sabiendas de que ninguna obra, por justa y magnánima que sea, es perfecta o infalible. Me educaron sabiendo que la Patria no es un nido de rosas, que las buenas intenciones no siempre rinden los frutos esperados y que, por doloroso que sea, también hay gente que se tuerce en el camino.
Las crisis han tenido siempre el poder indiscutible de transparentar el alma de la gente. Eso va, por lo general, hacia los extremos; son raros los términos medios, o sacan lo mejor, o sacan lo peor.
Normalmente, cuando la soga aprieta y las cosas se ponen difíciles, prevalecen instintos primarios por encima de otros como la racionalidad, el pensamiento inteligente, la capacidad de poner circunstancias en contexto antes de tomar postura o asumir actitudes frente a ellas. Es como si un autómata suplantara al humano.
Lógicamente, en momentos difíciles es inevitable que la gente se enfoque en lo que considera vital, y dirija la mayor parte de sus esfuerzos a su orden de prioridades. Traducido al cubano, no es un secreto para nadie, se resumiría en precios, disponibilidad de alimentos y apagones, por citar los ejemplos más puntuales.
Cuando problemas objetivos de esa índole tocan día a día la puerta, la gente suele volverse más irascible, menos receptiva, posiblemente más impaciente. No es un proceso privativo de Cuba, es un comportamiento típico de la naturaleza humana, que limita la comprensión, crece la inseguridad y la aspiración de soluciones a corto plazo, muchas veces lleva a las personas a actuar de un modo casi improbable en circunstancias normales.
Aunque nada de eso implica que dejemos de ser conscientes, responsables de nuestros actos y sus consecuencias, hay niveles de entendimiento que no deben perderse de vista o ser tomados a la ligera.
Son esos niveles los que llaman a ser más sensibles, a escuchar más y mejor, a aguzar la mirada, a restar tiempo a lo menos importante, para sumarlo a lo que verdaderamente importa. Y, aunque no todos tienen ese poder de asimilación y madurez, a algunos les toca, y a otros, se les agradece y respeta la iniciativa de hacerlo.
Para quien ama a su país, nada en él le es ajeno, y eso incluye la otredad, en otras palabras, pensar un poquito menos en el «yo», y saber que también existe un ellos y que, con «yo» y «ellos» se construye el «nosotros».
Nos toca entender eso para no ser carne de cañón del oportunismo, para no quedar en un bando diferente al del vecino de toda la vida, al del maestro de mis hijos, al del anciano mensajero o al del joven aquel, hijo de mi compañera de trabajo. ¿Por qué, si nos preocupan las mismas cosas, si tus problemas no son tan diferentes de los míos, si compartimos esta casa grande en la que tal vez el daño que me hagas hoy, se revierta en ti mañana?
No existen pueblos sin diferencias, sin conflictos, sin opiniones divergentes, sin variopintas expectativas, pero eso nos hace diversos, no nos hace enemigos.
En enemigos nos convierten el odio y el irrespeto. En enemigos nos convierten los pescadores a los que, ingenuamente, damos ganancia con nuestro río revuelto. En enemigos nos convierte la propia idea infundada de que lo somos, de plano, si miramos a horizontes diferentes.
Si tenemos algo que decir, digamos, sin atacar, sin herir, sin irrespetar. Si algo nos preocupa, seamos sinceros, en el momento y el lugar indicados. Si tenemos que denunciar, denunciemos, con valentía, con el respaldo de la razón y los principios. El divisionismo y la violencia no serán nunca el camino.
Dice un refrán popular que quien empuja no se da golpes, y eso es una verdad como un templo. Cuba no es un país de caos, no lo será. Creo firmemente en que este pueblo sabe los peligros de esa funesta decisión, cuyo final nunca será la solución a nuestros problemas más acuciantes, y sí la suma de otros nuevos mucho peores, que nuestra imaginación no alcanza a concebir.
Sumemos de verdad y de corazón, y no permitamos que la manipulación oportunista de nuestra realidad nos fracture la solidaridad, el respeto y la capacidad de sentir en carne propia el dolor ajeno. Cada uno tiene una función social que cumplir, y no pensemos que ninguna es sencilla. Posiblemente a usted y a mí nos preocupe lo que llevaremos a la mesa hoy, pero hay quienes tienen que pensar cada día en qué llevar a la mesa de millones, con un escollo tras otro a las espaldas. Intente subir un camino empinado llevando a cuestas un peso del que no se puede deshacer, esquivando zancadillas, pero sabiendo que no le está permitido detenerse.
Hagamos, en bien de otros y de nosotros mismos, lo que podamos hacer. Apuntalemos la paz en vez de debilitarla, denunciemos lo mal hecho en vez de hacernos cómplices, tendamos una mano en vez de empujar al otro, exijamos el hacer de los demás desde el ejemplo primero de hacer nosotros mismos.
Si tenemos Patria siempre habrá esperanza. Si la perdemos, a merced de quien no la ama, no la sufre, no la respeta, habremos cambiado (como magistralmente lo definió Martí en sus versos) la estrella que ilumina y mata, por el yugo del buey manso que, probablemente, ni siquiera tenga nunca la rica y ancha avena, tantas veces prometida por el amo.








 
     
    










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