Hace 30 años, la mesa de mi casa era un cuadro con cuatro patas de madera mordidas de comején. Estaba en una esquina de la cocina y el agua la golpeaba con fuerza, cuando entraba con furia por el lugar donde hoy están sendas ventanas.
Apenas tenía cinco años y el mundo parecía algo maravilloso, listo para conquistar. Mi abuela siempre fue la reina de mi tiempo y mis anhelos. Pasaba el día junto a ella, como perrito faldero, y disfrutaba sus platos de harina con leche.
Siempre quiso engordarme y, al ver que ninguno de sus atoles daba resultado por una cuestión de pura genética, comenzó a culpar a todos los parásitos que habitan en el reino animal.
Vivíamos el año 93 y, aunque hizo más magia en la cocina que Harry Potter y sus amigos en el Colegio Hogwarts, nunca la vi triste, mucho menos vencida.
En medio de tiempos tan complejos tuve una niñez extraordinaria. Armaba mi casita de muñecas en el patio, y todavía mi tío no lo sabe, pero era experta en robarme los huevos de las gallinas para hacerles la comida a mis muñecas. Ahora debo confesar que aquella travesura muy bien clasifica como un crimen de lesa humanidad.
Tres décadas después, a mi mesa, perfectamente barnizada, le falta mi vieja y aquella casa en Vueltas, mi pueblito de fachadas pulcras y gente buena que es solo el espacio que visito una vez, cada cierto tiempo, como terapia para curarme las nostalgias.
Ahora mi niña me persigue por la casa, y tampoco a ella, que lleva mis genes, he podido engordarla, a pesar de las maicenas y atoles que mi «abue» me enseñó a «inventar».
En medio de días también difíciles, busco ser su puerto seguro, su rinconcito feliz, el lugar al que quiera regresar siempre cuando sea ella quien abrace a su hija.
Como su más fiel escudera, este año luché contra catarros y virus. Bajé fiebres de 40. Pasé noches en vela. Tuve miedo. Hablé con Dios.
El año 2023 trajo en sus maletas miles de retos, pero, al mismo tiempo, ha sido una oportunidad para crecer, para estar en paz conmigo misma y con los otros, para esforzarme y no bajar los brazos nunca.
Ahora me veo como mi abuela, buscando miles de soluciones a los problemas, haciendo de la resiliencia un ejercicio cotidiano, aprendiendo a vivir sin que lo urgente me distraiga de lo importante.
Entonces, una pequeña de tres años me repara los sueños. Corre hacia mí y me abraza. Me trae una tacita de juguete con su café imaginario y sonríe. Tiene la misma expresión que «mataba» de ternura a mi vieja, mientras lograba, con tan solo un beso, que tuviera una infancia feliz.
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