ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Seis días después del desembarco, el contigente disperso de expedicionarios perdió 16 valiosas vidas. Foto: Archivo de Granma

El que tenga una canción tendrá tormenta.

 

Silvio Rodríguez

Frente a nosotros, el mar y el silencio; también la manigua blanca, el filoso diente de perro, que parece espuma de piedra endurecida por el tiempo, tajante, mortal. Allá abajo, sobre el promontorio de césped roído debió estar la casa, apuntando el portal al camino que viene sobre el contrafuerte del farallón. A la derecha la caída súbita sobre el río, oculto por las copas de los árboles. Del otro lado, el mar y el silencio. Nada más podemos ver en este punto de la costa oriental llamado Boca del Río Toro.

Con la sospecha de que los expedicionarios, dispersos tras el combate de Alegría de Pio, irían al Este, a la Sierra Maestra; el ejército de Batista ubicó emboscadas a todo lo largo del río Toro, accidente que cortaba de forma natural el paso, y lo convirtió en una trampa mortal.

Si permaneces un momento en silencio junto a la roca, dentro del sotobosque, rodeado de lianas, que nacen lo mismo de las copas de los arbustos o de los agujeros del suelo filoso, puede ser que todavía sintamos sus pasos, que desde el tiempo podemos imaginar sus voces, sus pensamientos: el fatigoso respirar de Cándido, el andar de gigante de Ñico, la voz queda de Miguel, quien todavía, a pesar del dolor en las piernas, puede dejar pasar alguna broma. Delante va Pepe Smith y, por último, Tomasito, el más joven, quien camina con la mirada vigilante, al paso amenazador del diente de perro.

El 8 de diciembre de 1956, el pequeño grupo de combatientes se aproxima al río Toro, donde delatores y soldados esperan. Estos cinco expedicionarios serán los primeros en caer en esa encerrona, pero no los únicos.

¡Smith ya es capitán! Por su seriedad y valor, Fidel lo nombró jefe de la vanguardia. Es fuerte, buen deportista y excelente orador, suele ser animado y optimista; sin embargo, ahora pasa cavilando en silencio, piensa en sus compañeros, los que quedaron –sabrá Dios donde– después de aquella balacera terrible. Y Fidel, ¿Qué habrá sido de él?

Cándido adivina los pensamientos del joven. –Estarán bien, muchacho, tu verás–, le dice. –En la Sierra Maestra los vamos a encontrar–. Cándido es dirigente del 26 de Julio en Camagüey. En México lo golpearon duro.

Como consecuencia de esos males se le corta el resuello, haciéndole más arduo el paso. Por eso Ñico, aunque va tan cansado como él, le tiende la mano.

Antonio es alto y delgado, con sus grandes ojos oscuros busca sobre el ramaje un sitio donde descansar, pero solo hay monte, mar y rocas. Sus espejuelos empañados se resbalan constantemente, debido al sudor.

Recuerda la última vez que vio a Raúl –mi hermano Raúl–, piensa Ñico cada vez que recuerda al joven de Birán. ¡Cómo se aprecian esos dos! ¡Cómo confían el uno en el otro! Ahora las circunstancias los han separado, pero Antonio es optimista –ya nos veremos–, piensa, y se le dibuja la primera sonrisa del día.

Miguelito Cabañas ve la expresión en su amigo y se anima. Joven de frente amplia y mirada limpia; 26 años cumplió en México, formó parte de la guerrilla, desde que Antonio lo presentó a los demás combatientes.

Algunos ya le conocían, por haberlo encontrado más de una vez, en las manifestaciones contra el tirano.

Tomás David camina al final del pequeño destacamento. Piensa en su vieja, que debe estar muy preocupada con las noticias. Tendrá que hacerle llegar un mensajito en cuanto pueda.

Tomás David Rollo es un muchacho sensato. Fidel lo nombró responsable de una de las casas clandestinas en Veracruz. Tiene historia ya ese jovencito que pasa lento por el farallón, entre el mar y las rocas, cuando, súbitamente, la pequeña columna se detiene.

Distinguieron entre la maleza, a poca distancia, la casa. Si no hubiesen estado tan consumidos por el cansancio, tal vez les hubiese llamado la atención que no era un bohío de gente pobre, y en esos montes olvidados, aquel detalle no parecía buena señal.

La esperanza de un descanso, de un poco de agua, de algo para comer, fue demasiado tentadora. Descendieron a trompicones hasta la pequeña planicie, y llegaron al portal. Por la puerta de madera pulida salió a recibirles, sonriente, la traición.

Frente a nosotros el mar, allá el río Toro se adivina bajo los árboles, aquí el diente de perro, el farallón duro, con plantas de maguey y enredaderas de tibisí. Si prestas atención a la memoria los escuchas pasar, van por el tiempo, eternamente jóvenes, sus voces, sus aspiraciones, sus sueños van cansados, pero no derrotados. Son nuestros héroes, los de la patria, para ellos no hay templos suntuosos, para ellos estamos nosotros.

En estos días cotidianamente difíciles y heroicos, frente a los caminos duros, amenazantes y engañosos que salen a nuestro paso, pienso en Pepe, Migue, Ñico, Cándido, Tomás David, en ellos y muchos más; generaciones de un tiempo infinito, que siempre han de ir por las montañas de nuestras vidas; legitimando esos símbolos imborrables que los libros suelen llamar: la historia.

El 8 de diciembre de 1956 fue el día más mortífero para los expedicionarios del yate Granma, fueron asesinados 16 jóvenes valientes: José Smith Comas, Cándido González Morales, Tomás David Rollo, Antonio Ñico López, Miguel Cabañas Perojo, René Reiné García, Raúl Suárez Martínez, Noelio Capote Figueroa, Andrés Luján Vázquez, Santiago Hirzel González, Félix Elmusa Aggaise, José Ramón Martínez Álvarez, Armando Mestre Martínez y Luis Arcos Bergnes.

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