ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

El hombre se recostó en el espaldar de la silla y comentó a la joven frente a él.

–Tengo un proyecto para incrementar la producción, que está muy bien pensado, pero necesito que los trabajadores se sumen.

–¡Qué bueno!–respondió ella, entusiasmada– ¿Y tienes ya pensada la gestión de la información para esclarecerte del problema, las ideas principales para dialogar con los interesados, cómo crear lazos y consenso con ellos.

El hombre la miró con el ceño fruncido.

–No entiendo bien de qué me hablas…

–De comunicación, chico –respondió la mujer.

–Ah sí, eso lo tengo amarrado.

El hombre parecía animado.

–Hay un periodista que vive por el barrio. Le voy a hablar para que me saque un par de trabajitos de la empresa, y tú verás cómo la gente se motiva. Lo demás lo vemos por WhatsApp.

Este diálogo es ficción, y cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.

El más común, y al mismo tiempo más complejo, de los errores que se cometen al observar la relación dirección y comunicación es considerar a esta última como mera herramienta de la primera.

Probablemente esa sea la percepción de nuestro entusiasta compañero del diálogo anterior; sin embargo, la comunicación, esa que implica las relaciones sociales y de poder, que define la interacción dirigentes-dirigidos, es decir, en la que nos involucramos todos en la sociedad, es un proceso cultural y político inseparable de la dirección.

Un ejercicio: piense dirigir un proceso, por sencillo que sea. Imagine que allí está usted, con ese problema que debe ser resuelto, que requiere cooperación, movilizar recursos y fuerzas. Sin embargo, usted ahí, en la soledad de su desierto… Parece una propuesta medio distópica. Por supuesto que lo es, porque que no hay cómo dirigir sin la comunicación, sin la gestión de la información, sin deliberar, debatir, ponerse de acuerdo. Es imposible dirigir acciones, grupos humanos, empeñarse en cualquier gestión pública sin que la comunicación sea parte esencial de ese proceso, de modo que es un error pensar en ella como una pieza disponible en un pañol, a la que echamos manos cuando la necesitamos.

El efecto de esa mentalidad instrumentalista sobre la comunicación es la causa de no pocos de los problemas que sufrimos en la cotidianidad. Entre los más graves, la baja calidad de las decisiones en las instituciones. Una deficiente gestión de la información que aporta los datos para comprender causas y consecuencias de un problema conduce a decisiones taradas que resuelven poco, o no resuelven nada.

Hay otros males de esta interpretación equivocada de la comunicación. Se desajustan las relaciones entre los cuadros y las personas, lo mismo en la comunidad o centro laboral, de estudio, en fin, el pueblo. Se desgastan los espacios de deliberación, esos donde nos convocamos a debatir nuestros muchos problemas comunes; por ejemplo, las asambleas de rendición de cuenta en el barrio, o las asambleas sindicales, los intercambios cara a cara entre cuadros y ciudadanos.

Cuando alguien en la institucionalidad traduce como mero instrumento la comunicación, olvida que las decisiones políticas –las administrativas son igualmente políticas– contienen una dimensión comunicativa; es decir, son relatos. La decisión que se toma, por ejemplo, en el Consejo de la Administración del municipio, cuenta la historia de sus caminos precedentes, las razones por las que se tomó, los impactos posibles que desencadenará una vez ejecutada, las múltiples interpretaciones que harán las personas cuando sea pública.

Al desconocer la acción administrativa o política como mensaje, como consecuencia del predominio de un pensamiento herramental, nacen estrategias comunicativas ineficaces, las que luego retardan –por no conseguir el acompañamiento popular– procesos sustantivos de la nación, en lo económico, en lo social. En consecuencia, generan más lastre a la compleja situación sociopolítica de un estado en transición social.

Otro efecto nocivo de la perspectiva instrumentalista ocurre cuando se considera a las personas, a las audiencias, como una masa homogénea, y no esa infinita combinación de diversidad de públicos y, por tanto, de interpretaciones. No hay una adecuada segmentación de las audiencias, y entonces se prefabrica un mismo discurso para todos, con una misma receta que moviliza a una parte, desmoviliza la otra, y deja indiferentes a muchos más.

Estos males, y otros similares, erosionan, y he aquí uno de los más graves efectos de este mal, la (re)construcción del consenso activo, esa necesidad imperiosa de la sociedad socialista que se evidencia, entre otras expresiones, por la participación popular en la gestión de las decisiones políticas y la confianza entre ciudadanos e institucionalidad.

Tan complejo problema no se resuelve con la socorrida inversión en recursos. Si fuera así, todo sería más fácil. Bastaría poner el financiamiento, adquirir lo que se necesita y ya.

Enfrentar este asunto implica oponerse a una práctica cultural asentada por años. Se puede, sin embargo, cambiar. Observe su entidad, su labor de dirección desde esta nueva perspectiva, considérela una interfaz de comunicación que debe enlazar exitosamente políticas con públicos, asegurando la participación del pueblo (sus trabajadores en primer lugar) en la hechura exitosa de su objeto social.

Imaginemos una entidad que establece un sistema de mediaciones que unen, que hacen permeables los mensajes en ambos sentidos: de los dirigentes a los dirigidos, y viceversa. Esas serían instituciones, cuyo sistema de trabajo se diseñaría para mantener una relación fluida entre quienes participan en su objeto social. Por ejemplo, el socorrido plan de trabajo, piénselo como relatos, gestión de información, procesos de deliberación, exposición pública.

Las entidades, las organizaciones políticas y de masas, las empresas, los ministerios, el gobierno en el territorio requieren revisarse hondamente desde la perspectiva comunicativa y evolucionar. Para ello bien vale ir a las ciencias, dar verdadero trabajo a los miles de graduados en Comunicación Social que, en no pocas ocasiones, desempeñan funciones menores o sus competencias profesionales son subutilizadas.

Habría que prestar atención a los especialistas en gestión de la información y contribuir –con transparencia y no con sesgos– al esfuerzo de los medios de comunicación masiva del país, para conseguir un periodismo de hondura y reflexión.

Por el volumen y alcance de lo que hacemos hoy en Cuba, en relación con la comunicación, vivimos un contexto posible, pero sobre todo urgente, para superar la perspectiva instrumental de la comunicación; la práctica perniciosa del mero pañol de herramientas que tanto deja fuera.

Si hay voluntad, debe convocarse al pensamiento creador, al compromiso real y concreto expresado en acciones de comprensión y de actuación, de quienes solemos ser dirigentes y dirigidos.

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