Vivir en el corazón del pueblo es la mejor definición de eternidad, la que mejor expresa el legado de un ser humano: su huella.
Solo quien ha sido consecuente, en su existencia, con los más elevados valores y principios, echa raíces en el alma de la gente. Es un privilegio de pocos, uno reservado para hombres de estirpe heroica, carácter incorruptible, valentía y humildad en igual grado. Camilo Cienfuegos Gorriarán es uno de ellos.
Cada octubre nos convoca a la más sincera evocación de su existencia, al sagrado gesto de honrar a quien, a fuerza de ejemplo, se hizo merecedor del honor. Y entonces renace atemporal y sincera esa sonrisa tan amada, tan única, que ha devenido símbolo de su figura, reflejo del corazón gigante que le habitaba el pecho.

Nunca ha sido el héroe inmóvil en las páginas de un libro, en la fotografía de la escuela. Ha sido siempre el comandante familiar, que devolvía a cada hombre bajo su mando el mismo respeto que le era profesado. Jefe justo, de coraje excepcional, que en cada una de las miles de anécdotas que poblaron su existencia dejó imperecederas lecciones de vida para quienes estuvieron junto a él, quienes lo sucedieron en el tiempo, las generaciones presentes y las que están por venir.
Camilo, el jaranero, el gran amigo del Che, el que ni en la pelota estuvo en contra de Fidel. Camilo, el de Yaguajay, el de la invasión a occidente, el de la entrada triunfal a La Habana, el del sombrero alón, al que le cantan los niños, fue, es y será siempre un paradigma de virtudes.
Un revolucionario cabal, que tiene mucho que enseñarnos todavía, sobre todo en tiempos en que acudir a los ejemplos que la historia nos provee resulta imprescindible para salvaguardar los valores más importantes de la esencia humana.
Es un caudal inagotable de actitudes dignas, del hacer que es consecuente con el decir, de la moral que no se pone en juego y los ideales que no se negocian.
El mar, simbólico nicho que conserva su estatura, recibe las flores del respeto, y entre ramos de colores y consignas dedicadas a recordar su existencia, más que a llorar su muerte, se vislumbran las certezas de futuro, de la obra que el prematuro adiós no dejó trunca, sino lista para ser continuada por nuevas manos, nuevas energías, nuevas esperanzas. Y también un hasta siempre, y un gracias, y un ¡ordene, Comandante Camilo!, porque por los senderos imborrables de su ejemplo, marcha seguro el pueblo.


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