ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Agramonte no se ha ido, como no se han ido ninguno de los hijos insignes de la Patria. Foto: Miguel Febles Hernández

Era domingo, 11 de mayo de 1873, y amanecía en el campamento mambí. El Mayor precisaba con los jefes de la tropa las misiones para el combate, cuando entraron por el norte del potrero las primeras unidades combativas españolas; compañías de infantería que se encontraron con las de Las Villas en el sudeste del potrero.

La noche anterior, a Ignacio Agramonte Loynaz le habían avisado de una columna española que acampaba cerca de Jimaguayú. Se trataba de una fuerza compuesta por más de mil hombres con infantería, caballería y artillería, organizada en Puerto Príncipe por el entonces general de brigada Valeriano Weyler. El objetivo estaba claro: perseguir a los mambises y vengar los combates de Molina y Cocal del Olimpo, ocurridos unos días antes.

El plan inicial de los cubanos consistía en provocar a la vanguardia enemiga, que generalmente era la caballería, con una pequeña fuerza de jinetes que debía atraerla en su persecución hasta el fondo del potrero, limitado por una cerca de piña de ratón y monte, donde colocaría infantería de Las Villas y de Camagüey, en ángulo recto sur-oeste, que los detendría con su fuego.

Entonces la caballería cubana, encubierta en el flanco derecho, cargaría al machete. Era el clásico martillo mambí, una trampa cuya efectividad estaba probada. Después de eso, probablemente vendría la retirada.

Para cumplir con sus objetivos, envió a jinetes exploradores a tirotear la columna española que avanzaba hacia Jimaguayú; pero, ante la provocación, el jefe español, teniente coronel Rodríguez de León, ordenó que las compañías de infantería ocuparan la vanguardia, y retiró las fuerzas de caballería. No era lo que había planificado Agramonte.

 

EL MAYOR CON SU HERIDA

«El Mayor se mueve a una elevación al sudeste del potrero, para apreciar mejor la situación», cuenta en diálogo con Granma el historiador camagüeyano Ricardo Muñoz Gutiérrez.

Le ordena a Henry Reeve que deje un escuadrón de la caballería y retire al resto del potrero. Una orden posterior dispone la salida del escuadrón que permanecía en el escenario de combate. Este es el momento en que el jefe español, que ha descubierto la caballería cubana detrás de un arroyo, suelta a sus jinetes para realizar o simular una carga contra la mambisa. Agramonte, que observa el escenario, percibe que, por fin, han soltado la caballería que todo el tiempo han mantenido a resguardo, y cree que una nueva provocación podría atraerla al fondo del potrero.

«Con los pocos hombres, ayudantes y escoltas que lo acompañan, y quizás pensando encontrar los jinetes que están bajo el mando de Piedra, en el interior del potrero, se mueve para cargar contra la primera compañía española de infantería que combate en la avanzada enemiga», refiere el historiador.

No era raro que El Mayor participara directamente en cargas de la caballería, a pesar de que sus más cercanos colaboradores lo habían aconsejado y hasta trataron de prohibírselo. Amalia también se lo había pedido, por la familia y por Cuba, que lo necesitaba, pero esas peticiones no iban con su estirpe.

«No encuentra a sus tropas, pero sí a la 6ta. compañía enemiga, que había avanzado por el centro del potrero y, oculta en la hierba de guinea, abre fuego contra los seis hombres que avanzan. El Mayor cae por un disparo en la sien derecha», relata Muñoz Gutiérrez, quien fue parte del equipo que participó en las últimas investigaciones sobre el combate de Jimaguayú.

Como plasmara en uno de sus artículos la historiadora, ya fallecida, Elda Cento Gómez, «su muerte no tiene misterio, cayó combatiendo en primera línea, como otros jefes de los ejércitos Libertador y Rebelde, sustituyendo con valor y ejemplo la desventaja logística».

Sobre el cadáver poco se sabe, agrega Ricardo Muñoz. Creyeron los españoles que desaparecerlo anulaba la posibilidad de acudir a rendirle culto; sin embargo, solo lo hicieron más grande.

DE TODO MATERIAL

Para hablar de Agramonte hay que hablar de vida, subraya el profesor Fernando Crespo Baró, especialista de la Subdirección de Investigaciones de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey. «Ignacio muy pocas veces habló de la muerte, a pesar de estar en una guerra. Su confianza en el triunfo y su juventud no se lo permitían».

Para Crespo, El Mayor no era perfecto, pero sí un ser humano excepcional. «Adoró a sus hermanos, fue muy respetuoso con su padre, amable con su madre, evidente en su correspondencia. Fácil de palabra, locuaz, le gustaba cultivar sus amistades».

En 1862, en la Universidad –narra Crespo– Agramonte ya hablaba de derechos, de libertad, en una Cuba que gobernaba un capitán general que decidían los reyes en España. Ya pensaba en la Revolución, pero una revolución cultural y social que transformara las bases de la sociedad y permitiera construir un Estado libre.

«No olvidemos su frase cuando matan al General de Brigada Augusto Arango Agüero: “Que nuestro grito sea para siempre independencia o muerte”, muestra de la madurez de pensamiento, como la actitud que asumió en la reunión de Las Minas».

El mismo Agramonte que formó la disciplinada y temida caballería, fue el esposo y padre tierno que, aun en la guerra, tenía tiempo para la familia. La lealtad era con Cuba, pero también con los suyos, al punto de que no permitía relaciones extramatrimoniales a ninguno de sus soldados y oficiales que él supiera que estaba casado. Tampoco toleraba la humillación a los soldados.

«La ética y el compromiso le hicieron irse a rescatar a Julio Sanguily. Él pudo no ir, pero cómo no hacerlo si se trataba de un compañero de lucha, de un cubano en manos enemigas. Su ética se demuestra en el tratamiento a los prisioneros y heridos enemigos, era el impulso para cargar al frente de la caballería, porque creía en la fuerza del ejemplo», enfatizó Crespo Baró.

A LA DISTANCIA DE 150 AÑOS, RESUCITA

No se puede hablar de pasado cuando se recuerda a El Mayor, porque él es el héroe que ha logrado, 150 años después de su caída en combate, que un pueblo como el camagüeyano sienta a su vez el orgullo de llamarse agramontino.

Y cómo no llevar ese orgullo si ese hombre, como dijera Fidel en el centenario de su caída en combate, salvó la Revolución en Camagüey y en Cuba.

Ante la actitud vacilante de algunos jefes del movimiento conspirativo, exigió: «Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan, Cuba no tiene más camino que conquistar su redención, arrancándosela a España por la fuerza de las armas». Son sus palabras, todavía, un llamado al combate.

Según Fernando Crespo, la mayor vigencia que tiene su pensamiento y obra está en la lucha por mantener la unidad, clave en sus tiempos y clave hoy.

Agramonte amaba a su país y a su ciudad, al punto de que, cuando ataca Camagüey, no daña sus edificaciones, solo lo hace para demostrar que había llegado la hora de la Revolución, pero sobre la base del amor. Soñaba un Estado de derecho, lo que plasma en la Constitución de 1869, y que la Revolución ha sostenido.

Mirciano Mejías Urra, especialista del sitio histórico Potrero de Jimaguayú, resalta que, cuando todo parecía más difícil, cuando los recursos para continuar la guerra escaseaban, alguien osó preguntarle a El Mayor con qué contaba para continuar. «Su respuesta es la misma que guía hoy a los cubanos en el camino de la resistencia, ante una recrudecida guerra económica, y es que la vergüenza nos trajo hasta aquí».

El Mayor no solo se distinguió por los éxitos militares; tuvo la virtud de cambiar para servir mejor o, como acertadamente lo valoró José Martí: «domó de la primera embestida la soberbia natural». Esta fue una cualidad importante, la capacidad de analizar y reconocer cómo servir mejor a la Patria, un legado que queda para muchos.

Terrible debe haber sido para sus compañeros la confirmación de su muerte, aquel domingo 11 de mayo. A 150 años, Cuba tiene la certeza de que, a la distancia de cualquier tiempo, resucita, en cada cubano digno y patriota, para seguir cabalgando, como dijera el poeta, «sobre una palma escrita».

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