
En 1913 Gertrude Stein escribió Sagrada Emilia, el poema de donde viene aquello de «una rosa, es una rosa, es una rosa». Sería exagerado decir que, luego de eso, la poesía no sería lo mismo, pero como de exagerar las implicaciones de lo que se siente, nacen algunos de los poemas más tremendos, lo escribo aquí con pleno conocimiento de que quizá esté, con ello, traicionando el espíritu mismo de ese verso de Gertrude.
A Gertrude la pintó Pablo Picasso. De alguna manera, en ese cuadro de 1905, los rostros de Picasso comenzaban a evolucionar a máscaras, aún no tan africanas, pero sin duda camino a ellas. Aún era su periodo rosa.
Entre la pintura toda, y el pintar la cabeza medió una pausa, porque Picasso sentía que no lograba transmitir su idea de Gertrude a la pintura. Al decir del director del Museo Metropolitano de Arte Moderno de Nueva York, donde se expone la pintura de forma permanente, en ese interludio pasó algo muy importante en el arte de Pablo: «El estilo original era naturalista, comparativamente suave y plano, como puede verse en las vestimentas y el fondo. Pero el rostro fue repintado en un nuevo estilo, sugiriendo más una cara esculpida con características severas, audazmente dibujadas, como las caras de algunas esculturas españolas antiguas». Dos años después, Picasso pintaba Las señoritas de Avignon y ahora sí, después de eso, la pintura nunca sería lo mismo.
Gertrude Stein fue mecenas para un grupo de artistas de la vanguardia en el París de principios de siglo. Junto al hermano, y más el hermano que ella misma, fueron los primeros compradores de obras de artistas, entonces desconocidos, que se convertirían en algunos de los gigantes artísticos del siglo XX.
Fue la que enrutó a un joven Hemingway en la literatura, diciéndole que hiciera pausa a su periodismo para que no le ahogara el escritor. En su casa las tertulias de los llamados bohemios, siempre sin un centavo en el bolsillo y viviendo al día, se hicieron frecuentes. Hoy el lugar es sitio de peregrinación para los amantes de la literatura y el arte que visitan París.
Se emergía entonces de la dulce embriaguez de la decadencia del arte por el arte, tan cara a los predecesores de esta vanguardia, y reflujo de los aires revolucionarios de la segunda mitad del siglo XIX. El arte tomaba esa orientación «objetiva» que lo llevaba a terminar militando por causas que lo ameritaban.
Al arte que milita se le acusa de panfleto como un epíteto peyorativo. Lo cierto es que hay panfletos memorables como El Manifiesto Comunista, cuya escritura es de una calidad literaria, en su género, insuperable.
Todo buen arte, aun militando, se salva, como ese panfleto extraordinario que es Casablanca, película hecha para un público estadounidense en víspera del desembarco de Normandía. De Casablanca se sabe demasiado y, aun así, su misterio no se agota. Ahora recuerdo, entre tantos, el diálogo en el que Ugarte, personificado por Peter Loré, le dice al cínico de Rick, el personaje de Bogart: «Rick, tú me desprecias, ¿verdad?», y Rick le contesta: «Si llegara a pensar en ti, probablemente sí». ¿Tienen un intercambio mejor en un guion de cine? Sí, hay razones para decir que después de Casablanca, el cine no sería lo mismo.
El 24 de enero de 1975, Keith Jarrett improvisó uno de los conciertos de jazz más reconocidos de la historia, se le conoce como Concierto de Köln. Fue una función tarde, comenzaba cerca de la medianoche. Viajando en carro desde Zúrich, Keith llegó después de horas al timón, a media tarde del propio 24 a Colonia, para descubrir que el piano que le habían agenciado en la Sala de la Ópera de Colonia, por una lamentable confusión, era un piano de ensayo, con teclas defectuosas. Sumémosle que Jarrett tenía crónicos dolores de espalda que le obligaban a usar faja. Si fuera poco, su comida, poco después de llegar, tuvo que ser interrumpida por la demora en servir, resultado de una confusión con la orden, y la cercanía de la hora del concierto.
Jarrett, con todo en contra, se sentó al piano en una sala llena, se olvidó de sus dolores, y como si una invisible Bergman le dijera «tócala, tócala por mí», comenzó una de las más asombrosas improvisaciones que se haya recogido en grabación. Después de eso, improvisar nunca sería lo mismo.
Hay otros momentos de Keith Jarrett fuera de la música, en las cuales el virtuosismo improvisado sobrecoge a todo el que tiene ojos para mirar. Después de kilómetros recorridos corriendo, juegos como ensayos para ese momento, decepciones, sesiones interminables, incomprensiones, después de todo eso, tomó el balón como si se estuviera frente a una epifanía, se levantó sobre su edad y su cansancio, improvisó, conjuró la magia, e hizo a Latinoamérica campeona del mundo. Después de eso, el fútbol no sería lo mismo.
Cortázar tenía pasión por el jazz, no así por el fútbol. En Rayuela puede leerse «A es A, a rose is a rose, is a rose, April is the cruellest month, cada cosa en su lugar y un lugar para cada rosa es una rosa es una rosa...». Después de ella, la literatura no sería lo mismo.
Si la poesía es misterio, entonces me he dado cuenta de que no te conozco. Si el amor es poesía, entonces te me haces verso en cada aliento. Después de ti…, ya sabes.
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