ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
El panamericanismo, miserable careta del imperialismo, fue presentado como un credo constructivo y una doctrina de progreso. Foto: Ilustración de archivo

El 16 de enero se cumplieron 95 años del inicio de la titulada vi Conferencia Panamericana efectuada en La Habana, como parte de los sucesivos encuentros que, desde su fundación, celebraba la Unión Panamericana (antecedente igualmente funesto de la actual oea), creada por el Gobierno de EE. UU. para apretar y ejercer su hegemonía, en todos los aspectos, sobre las angustiosas repúblicas latinoamericanas que, en esos momentos, seguían debatiéndose en medio de conflictos fronterizos heredados de la colonia española, o atizados por empeños imperiales de nuevo cuño.

En el aula magna de la Universidad de La Habana tendrían lugar sus sesiones y, aunque desde mucho antes la diplomacia estadounidense venía presionando febrilmente para que, en el curso de la citada Conferencia, no aparecieran temas conflictivos o embarazosos para el imperio yanqui, parecía inevitable que algunos de ellos –muy agudos, como el de Nicaragua– pudieran mantenerse ocultos. De la Enmienda Platt en Cuba, por supuesto, no se hablaría, y de asegurarlo se encargaría el anfitrión de la cita, el sangriento Gerardo Machado, rodeado por los intervencionistas Ferrara, Martínez Ortiz y Sánchez de Bustamante.

De todos modos, como subrayó el historiador y periodista argentino Gregorio Selser, «la conferencia de La Habana estuvo, sin duda alguna, signada por la sombra de Sandino».

Coincidentemente, acababa de tener lugar, a fines del año anterior, en las selvas de El Chipote, uno de los más encarnizados combates entre el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional y las tropas intervencionistas, en el cual estas últimas salieron mal paradas, a pesar de su superioridad en armamento y equipo.

Se conocía también que algunas cancillerías latinoamericanas, preocupadas por esa situación, analizaban la posibilidad de hacer una declaración al respecto que, por tibia que fuese, rompía con los propósitos de Washington de silenciar totalmente el asunto.

La representación oficial de Nicaragua ante la Conferencia sería la del régimen títere de Adolfo Díaz, cuyo canciller, Carlos Cuadra Passos, declaró al diario La Prensa, de Buenos Aires: «Los nicaragüenses nacen con una palabra en su corazón: canal, y solamente EE. UU. puede emprender la construcción del canal interoceánico, que es nuestro sueño dorado para el desenvolvimiento del país, cuya situación geográfica, única en su género, la expone a la envidia de todas las grandes potencias comerciales. Por este motivo, los nicaragüenses no quieren ser nuevamente feudatarios de Europa en nuestro continente, debemos entregarnos a la buena fe política y al poderío financiero y económico de EE. UU.».

Selser reproduce algunos editoriales y comentarios de la prensa cubana, que emplazaban al Gobierno estadounidense y reclamaban el cese de la intervención. La edición de El Mundo, del 8 de enero de 1928, decía: «No queremos en estos momentos, por ineludibles deberes de cortesía internacional, aportar otros comentarios en relación con este conflicto en el fondo tan doloroso, pero creemos firmemente que la Cancillería de Washington, después de esta contingencia de Nicaragua, después de las declaraciones de Mr. Kellog para que estas no se contradigan y, ante la inminencia de la vi Conferencia, debe apresurarse a definir el ideario sin equívocos de genuina y alta política de cordialidad internacional».

El vespertino habanero La Prensa expresó: «Mientras en nuestra ciudad cosmopolita y alegre se celebrará el banquete de la confraternidad continental, en las selvas nicaragüenses, donde ruge la voz de los cañones y ronronean simultáneamente los aviones homicidas, continuarán las fuerzas invasoras celebrando el festín de la muerte con un hartazgo de cadáveres».

El Comercio, de Cienfuegos, escribió: «¿Qué importa si Hughes o el Papa del pacifismo viene a La Habana si sigue vertiéndose sangre nicaragüense porque los soldados norteamericanos, que se creen superiores en todo, se divierten matando a los latinoamericanos en ejecución de una doctrina panamericana roja?».

Sobre la legitimidad supuesta del régimen títere de Adolfo Díaz, La Prensa, de Buenos Aires, dijo: «Ese gobierno que no defiende, pero aun, que compromete culpablemente la soberanía nicaragüense y que se mantiene solo con el apoyo de fuerzas extranjeras, no ha sido reconocido por muchas de las naciones americanas. Por todos estos motivos, y cualquiera de ellos sería suficiente, la conferencia de La Habana debe desconocer las credenciales de la delegación que ha llegado invocando la representación de Nicaragua. La Sexta Conferencia Internacional Panamericana debe declarar que el asiento de Nicaragua esté vacante».

Refiriéndose a Augusto César Sandino, un editorial de La Nación, de Buenos Aires, el 9 de enero, refirió: Los últimos sucesos muestran que el pueblo de Nicaragua no quiere la intervención. Pueden haberla querido, en un extravío indisculpable, un hombre o un partido político. Pero hay también un hombre que acaudilla a muchos otros que no quieren someterse a la fuerza del extranjero, que luchan denodadamente por la libertad, que saben que va la vida en la empresa y la brindan, sin embargo, al ideal de la defensa de la integridad de la patria. Sacrificios semejantes llegan a lo sublime. En vano se ha declarado a este hombre fuera de la ley, en vano se le ha llamado por muchos bandido y capitanejo de hordas salvajes. Ese hombre está dentro de la ley. Dentro de la ley divina y humana que lleva al sacrificio y a la muerte por la defensa del suelo patrio. Para respetar su rasgo patriótico no tenemos sino que evocar el sacrificio de los grandes hombres del pasado argentino que supieron luchar y morir por hacer una patria libre e independiente. Sus estatuas son la expresión de un culto por esos principios que un puñado de hombres defienden ahora en Nicaragua contra un poder colosal».

El ilustre mexicano José Vasconcelos ya lo había previsto cuando afirmó: «Salvo honrosas excepciones, casi todos los gobiernos están profundamente vinculados con la Casa Blanca, que tendrá una opinión preponderante en el congreso». Y en un artículo de El Universal, de Ciudad de México, el propio Vasconcelos añadiría: El caso de Nicaragua no es más que una repetición de otras muchas hazañas semejantes de un imperialismo como el inglés y como él firme; de un imperialismo que se reviste de la piel del cordero solo para hacer más seguro el apretón de la garra. El panamericanismo habría comenzado a ser, ya no la miserable careta del imperialismo, sino un credo constructivo y una doctrina de progreso. ¿Se resignarán todos los delegados al Congreso de La Habana a entrar, lo mismo que sus antecesores de Santiago, a esta región del olvido al que quedan fatalmente condenados todos los que en el momento del deber no saben levantarse a la altura de todas las posibilidades de una misión humilde o alta?

Impedir que «el caso de Nicaragua» fuese siquiera planteado por alguna delegación de la VI Conferencia fue un objetivo central del imperio yanqui que el director de La Nación, Jorge A. Mitre, enviado especial, comentó de esta manera: «Las víctimas de Quilali representan un trágico llamado a la realidad. Un sector apreciable de la opinión lo reconoce aquí, mientras la política de la Casa Blanca parece apuntar hacia la destrucción rápida del grupo hostil de Sandino, de modo que la situación, de hecho, no exista al reunirse el congreso de La Habana».

Mención aparte merece el desembarco en la capital cubana, el día 15, del entonces presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge, quien se convertía así en el primer mandatario yanqui que visitara su neocolonia del Caribe, haciéndolo en medio de una poderosa y espectacular escuadra de barcos de guerra de diverso tipo, cuya larga hilera atravesó trabajosamente el estrecho canal de acceso a la bahía habanera.

El mandatario fue recibido jubilosamente por Machado, quien interpretaba esta visita como un apoyo y visto bueno yanqui a su reelección presidencial en ciernes.

Coolidge venía en el acorazado Texas, y regresó en el Memphis el día 17, precedido por tres destructores y seguido por otros tres, con un desplazamiento en las ocho naves que sumaba 47 660 toneladas, y una tripulación de 145 oficiales y 2 397 alistados. Le acompañaban tres hidroaviones.

El corresponsal de La Prensa, Roberto de Franchi, comentó al respecto: «El armamento flotante del que vino rodeado el presidente Coolidge en su viaje para abrir un congreso de fraternidad americana, bastaría para arrasar en pocas horas la sede del Congreso y para hacer temblar a la mayoría de las repúblicas casi indefensas de este continente. (…) Si algunos de los concurrentes a la conferencia ignoraron el poderío naval de los Estados Unidos tendrían ahora una demostración patente del mismo, lo que no deja de ser significativo en las circunstancias actuales».

Casi un siglo ha transcurrido desde que, bajo la sombra de Sandino y los cañones de Coolidge, sesionó en La Habana la vi Conferencia Panamericana, un sainete intervencionista que evitó pronunciarse sobre los principales temas de la región y rehuyó –como era de esperarse– cualquier alusión al Gobierno de Estados Unidos y su hegemonismo rampante.

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