Es sábado 25 de julio de 1953 y la ya histórica ciudad de Bayamo luce tranquila. Allí la vida «gris» de la mayoría discurre sin relieves. Por las calles la gente va y viene en sus ajetreos cotidianos, sin sospechar que pocas horas después se estremecerán los cimientos de la urbe con un glorioso amanecer de fuego, sangre y rebeldía.
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Cuentan que en la ciudad nadie quedó ajeno a lo ocurrido aquella alborada del 26 de julio de 1953. El reloj marcaba las 5 y 15 de la mañana cuando se escucharon los primeros disparos provenientes del cuartel (sede del Escuadrón 13 de la Guardia Rural).Un rato más tarde, el ruido ensordecedor sería el de los «enloquecidos» carros de los oficiales batistianos, quienes circulaban por todo Bayamo, sedientos de venganza para limpiar el supuesto agravio.
«El ataque… tenía por objetivo tomar el cuartel, sublevar la ciudad y establecer aquí, a orillas del Cauto, la primera defensa contra los refuerzos de tropas enemigas», explicaría años después Fidel, al rememorar la importancia estratégica de la urbe bayamesa en la acción paralela al asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba.
Pero como es conocido, falló el factor sorpresa, y tras un breve tiempo de no más de 25 o 30 minutos de tiroteo, los bisoños asaltantes al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, emprendieron, de forma desorganizada, la retirada.
Allí, por parte de los oficiales batistianos, solo sufrió heridas, en un brazo, un soldado; mientras que por los jóvenes revolucionarios, Gerardo Pérez Puelles fue el único que recibió un disparo en una pierna a la hora del repliegue.
Sin embargo, la ruta emprendida entonces por aquellos valerosos muchachos se convertiría en uno de los pasajes más desgarradores y memorables en torno al heroico suceso.
SANGRIENTA PERSECUCIÓN
Aunque en Bayamo todo era confusión, muchos hijos de la heroica ciudad enaltecieron una vez más su historia de arrojo, al prestar ayuda o cobijar en sus propios hogares a 15 de los 25 asaltantes.
Lamentablemente, los restantes diez tendrían un final funesto. Consternados por el mortal disparo que le diera Antonio (Ñico) López al sargento Gerónimo Suárez, minutos después de la retirada, los miembros del ejército acatarían con prontitud la orden dada: diez revolucionarios muertos por cada oficial que fuera baja.
Comandados por el teniente Juan Roselló, jefe de la guarnición atacada –y apodado en la ciudad como «la hiena de Bayamo»–, comenzaría así una cruel persecución, devenida verdadera cacería humana.
Las primeras víctimas fueron Mario Martínez Arará y José Testa Zaragoza; el primero en el cuartel, y el segundo capturado en el camino hacia el aeropuerto de Vega (hoy Aeropuerto Viejo).
Tres vecinos del enclave militar –Delio Aguilar, Manuel Tamayo y su tía– pudieron presenciar, horrorizados, la brutal muerte de Mario.
En 1961, Delio relató a la revista Bohemia: «Ya eran cerca de las ocho de la mañana, los tres mirábamos por las rendijas de la madera y entonces vimos cómo un grupo de guardias había capturado a uno de los muchachos, era rubio. Cuando se viró de frente a nosotros sangraba por la boca.
«Al ver aquello la tía de Tamayo empezó a llorar y gritó: ¡asesinos!, mientras el mártir crispaba las manos sobre la tierra», concluyó.
Un destino similar sufriría esa misma mañana José Testa, al intentar escapar en un ómnibus. Sobre su captura y asesinato existen varias versiones, pero todas coinciden en que la bala mortal provino de las manos homicidas del teniente Roselló, quien extrajo su revólver 38 y lo vació en el pecho del joven, para luego «lucir» orgulloso durante tres días el uniforme ensangrentado.
El lunes 27, después de haber permanecido tirados durante todo el domingo en las barracas del cuartel, los cuerpos de Mario y José fueron enterrados sin identificación, como individuos desconocidos.
TESTIMONIO DE UN «MUERTO VIVO»
«Terminando la acción cogí un ómnibus con destino a Manzanillo… Me acompañaban mi hermano de crianza Hugo Camejo y Pedro Véliz», relató el asaltante Andrés García, quien logró escapar de la muerte y pudo relatar el trágico final de sus compañeros.
«Un policía que iba en el ómnibus sospechó de nosotros porque teníamos los zapatos enfangados… Nos detuvieron en Manzanillo y nos trasladaron al cuartel de Bayamo… Allí los golpes y vejaciones fueron constantes hasta que, en la madrugada del 27, nos sacaron del cuartel en dirección al poblado de Veguita, en Yara».
En ese paraje los ultimaron, aunque milagrosamente Andrés sobrevivió. Al despertar del golpe que lo había dejado inconsciente señaló: «El cuadro era espantoso, mis hermanos de lucha yacían inertes, estrangulados a mi lado»…
Al día siguiente, mientras Andrés –bautizado luego como el muerto vivo– era socorrido por un campesino de la zona, Hugo y Pedro eran sepultados en una fosa común en el cementerio de Veguita.
OTRAS VÍCTIMAS DEL TERROR
Ese propio lunes 28 de julio, en Bayamo, otros cuatro cadáveres sin nombre eran inhumados en el cementerio local. Todos habían sido encontrados en la finca Ceja de Limones, ubicada a unos diez kilómetros de la ciudad, en la carretera hacia Babiney (vía Holguín).
Cincuenta años después de ese suceso, el fotorreportero Rolando Avello Vidal –ya fallecido– narró al periodista Osviel Castro Medel (del diario Juventud Rebelde) que por azares de la vida él tuvo que retratar los cuerpos sin vida de seis de los diez jóvenes asesinados.
Específicamente del grupo lanzado en Ceja de Limones dijo que uno de los asaltantes tenía un puñado de tierra en sus manos y otro tenía un hilo de hormigas por la boca. «Yo vi con mis propios ojos la masacre que cometieron los guardias de la Rural de aquí… Eso no se me puede olvidar nunca; lo vi en vivo», subrayó.
La identidad de los cuatro jóvenes asesinados solo se conocería meses después, gracias al riguroso trabajo del administrador del cementerio bayamés, quien a cada féretro le puso un número que hizo coincidir con las fotos tomadas por Avello.
Los cadáveres eran los de Pablo Agüero, Luciano González, Rafael Freyre y Lázaro Hernández. Sobre estos dos últimos, Chango, uno de los sepultureros de la necrópolis bayamesa, señaló: «Recuerdo a Freyre, estaba muy tiroteado y Lázaro estaba muy golpeado, tenía la cara como un boxeador al que le dan muchos golpes».
Los últimos dos jóvenes que engrosaron la lista de los asesinados fueron Rolando San Román y Ángel Guerra. Sus muertes son un enigma. Ambos desaparecieron unos días y, paradójicamente, sus nombres figuraron, semanas después, en el listado de muertos de los asaltantes al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba.
LA RUTA DE LOS SOBREVIVIENTES
Si sangrienta fue la venganza de la Guardia Rural, más valiosa fue –por hermosa y altruista– la ayuda brindada por varias familias de la urbe, y de otros poblados, a los asaltantes al cuartel de Bayamo.
Cada anécdota sobre esas vidas salvadas merece un aparte en la historia. Basta solo con recordar la arriesgada actitud de Juan Olazábal y su esposa Dorka; o la de las familias de los Viña; los Corona; Roque y su sobrina Georgina…, entre tantos otros nombres que guarda aún la memoria popular.
Sobre esas jornadas de dolor, miedo e incertidumbre ofreció detalles a esta reportera (hace algunos años atrás) Georgina Guerra, quien fuera parte de la red humana que honró la tradición de valentía de los bayameses.
«Eran exactamente las 7:25 de la mañana cuando a la puerta de mi casa llegó Juancito Olazábal, su esposa Dorka y un joven blanco, alto, delgado y con el rostro preocupado. Enseguida supe que era uno de los asaltantes al cuartel. Se llamaba Adalberto Ruanes y lo llevaban con mi tío Roque para que lo escondiera en la casa.
«Ni siquiera lo pensamos –agregó Georgina, quien entonces tenía 22 años–; mi tío y yo le ofrecimos la casa para que permaneciera allí mientras encontrábamos otra solución». Y la solución llegó. Un pasaje con destino a La Habana libró del atropello a Adalberto.
Como aquel joven, tampoco fueron apresados Antonio (Ñico) López, Calixto García, Ramiro Sánchez, Antonio Darío López, Adalberto Ruanes, Raúl Martínez, Armando Arencibia, Orestes Abad, Gerardo Pérez, Rolando Rodríguez, ni Orlando Castro.
En tanto, Andrés García, Enrique Cámara y Agustín Díaz fueron juzgados y condenados. También Pedro Celestino Aguilera fue juzgado, pero absuelto. En total fueron 15 los sobrevivientes.
Todos ellos, junto a los mártires de la acción, contribuyeron a labrar la ruta indispensable hacia el triunfo definitivo de enero de 1959. Por eso se dice siempre, con certeza, que aquel julio de rebeldía, en Bayamo y Santiago, el revés militar se volvió victoria de las ideas.
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