
Déborah, Alicia, Mónica. La dictadura la buscaba con sed y saña y ella se le escurría de entre las manos, evadiendo la captura, pero nunca dejando de hacer.
A sus compañeros de causa, en un Oriente ensangrentado y efervescente, eso era lo que más admiración les causaba: Vilma Espín Guillois unía a la inteligencia serena y reflexiva, una valentía que a veces rozaba la temeridad.
Cada vez asumía más responsabilidades en la clandestinidad; pero si ya le había dicho a un soldado de la posta del cuartel Moncada que quería ver a los «héroes asesinados», otra vez les pediría a las madres en medio de una manifestación que entonaran el Himno Nacional, y le plantaría cara a un militar. Disciplinada, pero irredenta.
Con la misma naturalidad de amar el ballet, de cantar, de practicar deportes, de hacerse ingeniera química, Vilma saltaba tapias en las narices de los que arrancaban ojos y uñas, violaban y ahorcaban; escondía armas y panfletos bajo la elegante saya de listas, mandaba, organizaba, convocaba; oficiaba como guía, enlace, traductora.
Así, con la suprema claridad que le otorgaba el respeto a la justicia por sobre todas las cosas, llegó al II Frente, se enamoró, luchó, vio hacerse cierta la Revolución, se casó en una boda rebelde, fundó la Federación de Mujeres Cubanas, e integró el Comité Central, el Buró Político, el Consejo de Estado…; fue madre cuatro veces, luego abuela, y pionera en temas de género y de derechos.
En su vida intensa y sacrificada de revolucionaria, nunca perdió la apariencia firme y a la vez etérea que hizo a una poeta describirla como «una clara estrella amanecida»; y tampoco se bajó jamás el fusil del hombro. Esa lección para las mujeres, de abogar por sus derechos y por el país, desde la acción, la trasciende y eterniza. Vilma, la siempre guerrillera, no deja de hablarnos.
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