ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Desde las alturas, los campanarios de las bellas iglesias semejan celosos guardianes de un patrimonio inigualable. Foto: Rodolfo Blanco Cué

CAMAGÜEY. — Cuna de tempranos y probados sentimientos emancipadores, capaces de anteponer la vergüenza y el honor al más mínimo síntoma de traición, desánimo o derrotismo, esta ciudad celebra, este 2 de febrero, 508 años de fundada, animados sus habitantes por similares principios patrióticos.

Rodeada de enigmas en su azaroso peregrinar desde el norteño hito originario hasta acomodarse de manera definitiva entre los ríos Tínima y Hatibonico, la bien llamada villa andariega exhibe hoy, no obstante los avatares del paso del tiempo, una articulación armónica y creadora de lo tradicional y lo contemporáneo.

Es el mejor homenaje que se les puede rendir a aquellos hombres y mujeres que contribuyeron a forjar la identidad lugareña con su sangre, sudor, valentía, anhelos y espiritualidad, para conformar un entramado social que pronto se distinguió por sus aportes valiosos a la cultura y a la historia patria.

Más de cinco siglos después, con el esfuerzo y el trabajo cotidiano de los camagüeyanos, y la voluntad de las autoridades locales, se asume el desafío de convertir la ciudad en una capital provincial productiva, funcional, culta y bella, como el más preciado legado para las generaciones que los sucederán.

Lo primero a custodiar y preservar es la riqueza de valores únicos que se concentra en el corazón mismo de la urbe, cuyo segmento más antiguo, la llamada «ciudad del siglo XVIII», extendido en una superficie de 54 hectáreas, fue inscripto por la Unesco el 10 de julio de 2008 en la Lista del Patrimonio Mundial.

Sin embargo, la labor de salvaguarda colectiva de ese ejemplo excepcional de conjunto arquitectónico y hábitat humano tradicional, que ilustra un período significativo de la nación, va más allá de sus límites y se extiende a todo el centro histórico de la ciudad, considerado el más grande de Cuba.

En ese loable empeño gana consenso el hecho de que no se trata solo de restaurar una plaza, un edificio o un monumento, sino de la preocupación pública, encarnada en todos y cada uno de los agramontinos, de proteger, mantener y enaltecer los muchos valores en él atesorados.       

Como ente aglutinador de voluntades sobresale la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey, prestigiosa institución próxima a cumplir 25 años de creada, que enarbola no solo el cambio físico de la urbe, sino la transformación del entorno socioambiental a través de un mayor protagonismo ciudadano.

A partir del ejemplo, perseverancia y elevada profesionalidad de sus directivos y especialistas se ha logrado generar en el territorio un ambiente de concertación, diálogo y cooperación intersectorial que ha dejado significativos dividendos en el no fácil propósito de afianzar un modelo urbano sostenible.

El pueblo salva, protege, restaura y embellece la ciudad, seguro de un futuro mejor. Foto: Rodolfo Blanco Cué

Fruto de la constancia y el afán de decenas de colectivos obreros, convocados todos bajo el interés primero de tener cada día una ciudad mejor, se construyeron o rehabilitaron en los últimos tiempos cientos de obras económicas y sociales que contribuyeron a elevar la calidad de vida del pueblo.

Para nadie es un secreto, en cambio, que lo hecho hasta ahora es apenas un intento ante tantos problemas acumulados, lo que exige de una visión integradora que determine las prioridades en materia de inversión, pues, hasta ahora, la vida transcurre más rápido que las respuestas que se ofrecen a tales inconvenientes.

 En su acción demoledora, el golpe de la pandemia de COVID-19 obligó a posponer sueños y proyectos, no así la capacidad de resistencia de la gente, que entre tanto dolor y penurias de todo tipo ha sabido crecerse hasta límites insospechados sin perder la fe y el optimismo en la pronta recuperación del país.

En asuntos tan complejos como el manejo de la ciudad, desgarrada por las secuelas de la terrible enfermedad, debe imponerse en los entes decisores un estilo que pase de la emergencia a la prevención, dirigida a minimizar o eliminar las vulnerabilidades presentes hoy en los barrios y comunidades.

 Solo el poder del trabajo, la capacidad de convocatoria y una voluntad férrea permitirán llevar a feliz término la recuperación de la otrora villa principeña, a sabiendas de que no bastan el dinero y los recursos si no están acompañados de una buena dosis de amor, orden, belleza, armonía y calidad en todo lo que se hace.

Sobreponerse a una realidad tan compleja y configurar un paisaje urbano histórico en función de las necesidades más actuales, resulta casi imposible sin una participación apasionada de los ciudadanos, para que marchen al unísono el proceso restaurador y la transformación de sus formas de actuar y convivir.

Si bien se percibe una toma gradual de conciencia y de apego respetuoso por el lugar donde se vive, cierto es también que persisten aún fenómenos de indisciplina social y falta de civismo que, además de atentar contra el patrimonio, se reflejan en la manera de conducirse en el seno de la sociedad.

He ahí el gran desafío: no se trata de emprender procesos cosméticos en la ciudad patrimonial, sino de asumir cambios profundos en el proceder institucional y ciudadano, que reafirmen la certeza de saberse depositarios de un apreciable patrimonio histórico, arquitectónico y cultural.

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