ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Dice que salió de casa a cumplir con la Revolución. Dejó su pequeño al resguardo de la abuela, y se lanzó al camino de la superación personal, Fidel quería una maestra, y ella asintió como otros cientos y miles en nombre de la Patria, de la libertad.

Mirna Cecilia Costafreda Magdariaga tiene hoy 86 años, pero conserva fresca en su memoria aquellos días posteriores al 1 de enero de 1959, la tensión de vivir y construir, de querer, de transformar. Ante el asedio constante del enemigo, la convicción siempre superó el temor, debíamos triunfar y triunfamos.

«Fue, en ese momento la campaña de alfabetización el ejemplo más extraordinario de la grandeza de este pueblo -–afirma Mirna con la mirada encendida por el recuerdo y la añoranza-  empeñado en desterrar el analfabetismo nos fuimos, niños, adolescentes, jóvenes para educar a Cuba de extremo a extremo».

Mirna Cecilia Costafreda Magdariaga Foto: Tomada de CMKC, emisora provincial

LA PRIMERA LECCIÓN

En 1960, Mirna cursaba ya el cuarto año para maestra en la escuela normal de Santiago de Cuba, a punto de graduarse con honores y hasta plaza segura, algo que muy pocos lograban.

«Tenía mi corbata y la sortija con el sello que me identificaba como docente, además había impartido clases en Santiago y también en mi Guantánamo, con muy buena aceptación. Entonces un día llegó el novel Ministro de Educación Armando Hart, se reunió con todos y nos dijo que la Revolución nos tenía un encargo.

«Habló de la situación política, del éxodo masivo de maestros y médicos, de aulas cerradas en la montaña, de gente que nos necesitaba para aprender, al menos a poner su nombre, y todos allí aceptamos colaborar, incluso los doctores en pedagogía”.

Le llamaron Curso de Adaptación al medio rural, según comenta la entrevistada, entonces nadie hablaba de campaña, ni de alfabetización, solo que debían ir a un sitio entre Minas de Frio y San Lorenzo en plena Sierra Maestra y hasta allá fueron.

«Llegamos al lugar sin la más mínima idea de a qué nos enfrentaríamos; nos dieron avituallamiento y hamacas para dormir en una suerte albergue rústico con techo de guano. Por allí solo había monte, ni un solo poblado cercano, y pensar que hoy hasta consultorios, escuelas, bodegas y salas de video hay en la Sierra.

«Fueron más de 50 días, pasando trabajo, bajo aguaceros, con un entrenamiento de resistencia.  Dos veces subimos el pico Turquino. Pero éramos jóvenes, impetuosos, tenía 20 años y yo era feliz.

«También porque teníamos que cumplir una promesa: las aulas cubanas nunca más se cerrarían, cada uno de nosotros saldría directo para una, a enseñar. Cuando terminó el curso, Hart volvió, tampoco anunció la campaña, distribuyó las ubicaciones y me tocó San Antonio del Sur, en Guantánamo», explica Mirna.

Una euforia colectiva se apoderó de los recién estrenados maestros. Al bajar de las serranías cada quien tomó su rumbo, Costafreda Magdariaga apenas vio a la familia en la ciudad del Guaso y partió al Sur, rumbo a la costa, donde los sanantonienses.

«Llegué al poblado principal y me tocaba la Escuela primaria René Amil, pero no tenía aula, entonces me armaron una, que adorné con implementos de casa y la escuela normalista. Igual pasó con mis colegas en Los Guáranos, Pozo Azul, Puriales, Guaibanó…

«Fue complejo al principio, pero estábamos ávidos de trabajar, por eso íbamos a los más intrincados parajes hasta en mulo. Y para volver a casa, nos echábamos encima de sacos de carbón porque era la única forma de ir en carro a la ciudad», afirma.

“En Cuba documenté la celebración, la euforia, el triunfo y la esperanza. En el resto de América Latina registré las contradicciones sociales”.: Paolo Gaparini. Foto: Paolo Gasparini/ Archivo de Granma

La campaña

En el 61 llegó a Mirna la propuesta que tanto había esperado. Debía ir a Varadero para formarse como brigadista, iniciaba la alfabetización y debía formar parte de ese hecho.

«Recibimos un seminario intensivo, nos dieron la cartilla, el farol, el uniforme y en dos meses, estábamos listos. El compromiso mío era regresar a San Antonio, donde mis alumnos. Al retornar hicimos escala en Santiago y me asignaron 20 pequeños a mi cuidado, brigadistas de 15 a 18 años  que me acompañarían a alfabetizar.

«Llegamos e hice un sondeo por asentamientos sanantonienses para saber dónde no podía faltar un maestro. Luego me senté con cada familia campesina, para persuadirles porque no teníamos hospedaje y los muchachos debían quedarse con ellos.

«¿Qué te digo?, todos aceptaron, convivíamos como mismo se ve en aquella hermosa película El brigadista y así estuvimos un año, juntos, tanto que hubo quién lloró cuando tuvimos que partir”

De experiencias y memorias imborrables

Amenazada por «alzados» detractores del proceso revolucionario, pero impulsados por las ganas de enseñar, los brigadistas sembraron el germen del conocimiento entre llanos y montañas. No fue una tarea fácil, ni improvisada.

«Cada sábado dábamos superación a los brigadistas y por semana acudía el cuerpo de inspectores del Ministerio de Educación para monitorear los avances, traer materiales de estudio, y conocer nuestras necesidades. Por eso fue una victoria popular, porque el país entero se volcó a ese empeño.

«Corrimos todo tipo de riesgos. Uno de mis pequeños, por ejemplo, dio clases en el barrio Oquendo, donde predominaba la enfermedad de la lepra, con mil cuidados él iba a diario sin quejarse de nada. Recuerdo con cariño al guajiro Eliodoro, buena gente… pero a quien le resultaba imposible aprender a escribir su nombre y para colmo el farol se apagaba cuando más embullado estaba…

«Nos golpeó mucho saber del asesinato de Manuel Ascunce, de Conrado Benítez, no entendíamos como alguien podía corresponder con odio una obra tan humana y llena de infinito amor como la nuestra. En respuesta a esos actos la campaña siguió.

«Incluso bajo el ataque a Playa Girón, ni uno de nosotros dejó su puesto. Eso casi me cuesta el divorcio –por cierto- pero tenía 20 brigadistas bajo mi cuidado y con la orientación de acuartelarlos en la escuela porque se temía otro desembarco por Imías. Por suerte tenía el apoyo de Marta, quien vino a alfabetizar con sus dos hijos.

Mirna revive aquella terrible jornada, con firmeza, serena, como mismo debió permanecer hasta el amanecer cuando guardias de verde olivo aparecieron para resguardarlos hasta conocer de la total derrota de los mercenarios pagados por EE.UU.

«Ningún padre vino en esos días a buscar a sus hijos, nadie tuvo miedo. Quizás éramos muy inmaduros, o demasiado adelantados.

«Cuando terminó la campaña, acordamos subir juntos al Pan de Azúcar (una de las elevaciones de San Antonio del Sur), desafiando piedras enfiladas que pocos se atrevían a sortear. Allí en la punta colocamos la bandera de la alfabetización.

«Años después volví a allá, la bandera aún ondeaba, recordándome los años mozos, cuando contra viento, lluvia, sol, y otros obstáculos, libramos aquella tierra del analfabetismo iniciando una etapa sin igual en el continente americano», concluye Mirna.

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