GRANMA.–Un brillo especial aflora en la mirada de la maestra granmense Magalis Osorio Arias cuando repasa, en voz alta y con el verbo encendido, sus vivencias como integrante de las brigadas de alfabetización Conrado Benítez, con las que se logró erradicar el analfabetismo en Cuba en apenas un año. Era entonces 1961.
Seis décadas después de aquella gesta titánica que afianzó el carácter socialista y altruista de la Revolución, la profe Magalis –quien a pesar de sus 74 abriles no ha querido desprenderse de los ajetreos del magisterio– comparte con Granma algunas pinceladas de esa entrañable aventura, gracias a la cual se hizo maestra.
«Aquel año de 1961 cuando Fidel lanzó la convocatoria para llevar a cabo la campaña de alfabetización en el país yo era casi una niña, pues apenas tenía 14 años y cursaba el sexto grado. Vivía en Cautillo Merendero, un barrio pobre perteneciente a Jiguaní (actual municipio de Granma), donde la noticia corrió rápido.
«En ese momento ni yo, ni ninguno de mis compañeros de aula teníamos noción de lo que significaba la propuesta del Comandante en Jefe. De hecho, hubo estudiantes que no pudieron participar porque sus padres consideraban que eran muy niños para enfrentar tamaña tarea. El mío se opuso también, pero insistí, me anoté en la lista de los que querían ser brigadistas Conrado Benítez, y me aceptaron.
«Aquello fue una experiencia tremenda porque al principio no teníamos idea de cómo enseñar, ni qué enseñar. Pero Fidel con esa visión tan grande que siempre lo iluminó, concibió un intenso programa de preparación educativa y política que recibimos en Varadero con la asesoría de varios profesores y especialistas. Allí también nos entregaron todos los materiales que necesitábamos para ir a alfabetizar: lápices y libretas, un farol, la cartilla, el manual, una hamaca, una mochila, un par de botas y el uniforme».
Sin embargo, para Magalis, lo que viviría después sería imborrable.
«Por la edad y ante el riesgo real de los intentos de los enemigos de la Revolución de socavar aquel hermoso empeño, a los brigadistas más jóvenes nos indicaron alfabetizar en zonas rurales de nuestras provincias. A mí me asignaron dos barrios de la zona rural de Jiguaní que estaban bien intrincados: El Faldón y Cienfuegos.
«Recuerdo que aunque yo procedía de una comunidad humilde al llegar a aquellos campos la imagen fue impactante. Las condiciones eran infrahumanas. Casi todas las viviendas eran bohíos de yagua y piso de tierra. La mayoría sin letrina. No había electricidad y cuando llegaba la noche, era como estar en la boca de un lobo.
«A esa realidad se sumaba el hecho de que muy pocos niños, con nuestra misma edad, e incluso mayores, no sabían ni leer ni escribir. Sus padres tampoco. Los documentos los firmaban con una cruz o el dedo, y para mí ese panorama era algo muy triste.
«No obstante, la acogida que me dieron aquellas familias de campesinos fue increíble, pues aunque era la primera vez que me separaba de mis padres, me hicieron sentir como en casa. Nunca me trataron como la adolescente que era, sino como su maestra.
«Tenía seis alumnos, tres de ellos mayores de 60 años, por lo que el proceso de aprendizaje fue muy complejo. Prácticamente ni el lápiz sabían utilizar. Por eso, cada vocal trazada sobre el papel y cada frase leída bajo la luz del farol era una pequeña victoria.
«Al final de la campaña todos debían hacerle una carta a Fidel demostrando que ya estaban alfabetizados. Ese fue un momento extraordinario en el que grité eufórica: ¡lo logramos¡, y ahí todos juntos empezamos a llorar. Ellos con lágrimas de gratitud, y yo con lágrimas de satisfacción por el deber cumplido con la Revolución».



















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