Hacer una caminata debajo del sol. Mirar al gallo y la gallina en un patio vecino con tanto interés como si fuesen animales exóticos. Querer amistad con un perro pequinés en un portal ajeno y asustarte cuando te ladra. Andar a velocidad loca por el parque. Montar en el cachumbambé mientras papá te hace el contrapeso. Girar en una rueda y que mamá se maree primero que tú. Escarbar en la tierra con un palito. Tropezar con una raíz, caerte y ensuciarte de tierra. Llenarte de fango los zapatos. Que te regañen por recoger basuras. Recolectar hojas de árbol. Hacer pipí escondida tras la hierba. Brincar, correr, gritar. No querer volver a casa. Dormirte en el camino de regreso.
Son aquellas pequeñas cosas que eran normales para las niñas y los niños antes de que una enfermedad nos pusiera a escoger entre la libertad y la vida. Pequeñas cosas, muchas de las cuales mi hija Amalia hizo por primera vez este domingo en sus casi dos años. Y fue tanta la alegría y miró con tanto asombro el mundo, porque para ella la mascarilla es algo natural y no le molesta; porque le bastó con cerciorarse de que su hermano no es el único otro ser pequeño en el mundo, aunque no le permitiésemos acercarse a esas niñas y niños tan interesantes; porque descubrió parte de una realidad inmensa más allá de la puerta de casa.
Fuimos muy cerca, no gastamos ni un peso, y llegó, llegamos, oxigenados, pletóricos. Los miedos no se han ido, las precauciones tampoco, pero cada pequeña cosa recuperada es un acontecimiento, más aún si son esas que hacen verdaderamente su, nuestra, felicidad.



















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