ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

En los días más tristes, cuando amenaza la lluvia, cuando parece domingo nublado, siempre vuelvo al barrio. Regreso, como en una introspección placentera, hasta el lugar donde nací, a la fachada marcada con el número 13, signada también por terribles momentos de fatalidad.

Ahí, en mi casa de madera con las ventanas verdes, reposan las remembranzas de una infancia feliz, los momentos compartidos con esos seres amados que solo abrazo en el recuerdo.

Crecí en los años 90. Mis juguetes, frutos de la creatividad, fueron pomos vacíos adornados con retazos de tela. Tuve una niñez tremendamente hermosa, a pesar de las duras circunstancias que atravesaba mi familia. A mi abuela le agradezco llenarme con sus sabores mi infancia. Hacía maravillas en la cocina, buscaba siempre el lado bueno de las cosas.

Abuelo Felo, con sus espejuelos semejantes a los que usaba Allende, aprovechaba las noches de apagón para enseñarme la Osa Mayor y me hacía unir los hilos invisibles entre las estrellas. Con él aprendí sobre el poder que tenía el bien sobre el mal, y me ponía de ejemplo a Jean Valjean, el protagonista de su libro preferido, un hombre que se redimió tras una buena acción.

Siempre recuerdo a mi vieja repartiendo su caldo con nada que sabía a gloria. En aquel entonces, con menos de 50 libras, yo era una especie de frailecillo que iba de casa en casa «traficando» la esperanza. Le llevaba huevos a una vecina y viraba con dos latas de arroz. Entre todos fluía la ayuda, la solidaridad.

Por eso en la escuela compartíamos la merienda y nadie se quedaba en una esquina sin probar bocado en la hora del recreo. En aquel entonces poco importaban los zapatos de marcas o el precio de la mochila. El refresco Toki era el pasajero permanente de las jabitas de plástico caladas.

El piso de mi portal tenía las rayas marcadas para el juego del pon. Enseguida llegaban los muchachos a montarse en las carriolas, y también aprendí a jugar al trompo y hasta a ponerlo a bailar en la palma de mi mano.

Si cierro los ojos todavía puedo imaginarme ahí, sentada en el quicio del portal, bailando hula hula, saltando suiza con mis moños rubios desarreglados.

Aunque hace tiempo que vivo en otra ciudad, en Vueltas siempre estará mi casa. Porque el barrio va más allá del lugar en el que habitas, es como una pequeña patria, un lugar que no eliges, al que llegas como parte del destino y al que siempre estarás emocionalmente ligada.

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