Los primeros recuerdos de mi infancia están atados al barrio habanero, donde pasé los primeros seis años de mi vida, en la década del 90. Si cierro los ojos, puedo hacer aparecer ante mi cada detalle de aquella comunidad emplazada en el corazón del Cerro. No olvido el edificio de balcones estrechos, donde mi mamá y yo solíamos vivir en Vista Hermosa; la calle que lo rodeaba, siempre llena de gente que iba y venía de la panadería de la esquina; el pregón de los vendedores ambulantes, el parque cercano a donde me llevaban a jugar con otros niños.
Tampoco olvido ese pequeño apartamento, donde di mis primeros pasos, pegaba figuritas en las paredes y jugaba con títeres y muñecos artesanales, donde dormí cada noche al repiqueteo de los dedos de mi mamá sobre su máquina de escribir.
Los apagones fueron muy frecuentes en esos años. No teníamos televisor, ni radio, así que yo no sentía mucho la diferencia. Cuando llegaba la noche encendíamos velas y, como mi mamá no podía trabajar en la penumbra, jugábamos o abríamos la puerta de entrada de par en par para que circulara la brisa, como el resto de los vecinos del piso 4, y entre todos pasábamos las horas conversando.
Si alguien me hubiera dicho entonces que Cuba atravesaba por años extremadamente difíciles, no lo habría creído. Nunca percibí el sacrificio que hacía mi mamá cada día para que no me faltaran alimentos. 20 años más tarde, las fotos de esa época delatan cada esfuerzo. Me reconozco de inmediato en esa imagen tomada a la salida del círculo: una niña gordita de pelitos crespos, en brazos de una mujer que me sostiene con dificultad, muy delgada y con ojeras.
A 20 años de esa imagen, la historia ha invertido nuestros roles. La generación del 90 es hoy el principal sostén de las familias cubanas. Veo los hijos de mis amigos crecer felices, pese a la amenaza silenciosa de un virus mortal y de un bloqueo económico recrudecido. Viven ajenos a los sacrificios diarios de sus padres por conseguir cada culero, o bolsa de pollo. Ya Samuel se sostiene solito por sus propios pies, y, entre gorjeos María Alejandra ha dicho «Mamá». Mientras, Lucas se ha disfrazado de todos sus personajes animados favoritos a lo largo de esta eterna cuarentena.
Como en esos años, los padres han logrado que sus niños vivan, como describió Julio Cortázar, «en ese país de azules árboles».
Hoy, como hace 20 años, el mejor consuelo está en tomar sus pequeñas manos, «como si de ello dependiera muchísimo el mundo, la sucesión de las cuatro estaciones, el canto de los gallos, el amor de los hombres».
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Idalberto Rodriguez Suarez dijo:
1
22 de julio de 2020
08:47:36
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