ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Martirena

Que el cólera comparta signos con el amor, testimonio de Florentino Ariza, el enamorado personaje garciamarquiano, no es razón suficiente para que encontremos un ápice de positividad en la pandemia que azota hoy nuestro planeta.

Es una catástrofe humana por la que se pierden vidas, se desarticulan procesos esenciales de la vida, se hace previsible que la vida toda saldrá profundamente dañada. Luchamos contra una casi apocalíptica enfermedad, poderosa en su propagación y en sus efectos lamentables. La covid-19 es un agente de la antivida.

Aún estamos en etapa de expansión para muchos países, y ya nos preguntamos y construimos previsiones acerca de lo que serán las consecuencias ulteriores de la pandemia: ¿Cuál es el futuro que nos espera?  ¿Qué va a pasar con la sostenibilidad de la existencia humana?

Una catástrofe convoca a una visión catastrófica, sobre todo inmersos en la circunstancia. Es casi una ley de la Sicología de las consecuencias predecibles.  Salvando las enormes diferencias esenciales, y solo para marcar referencias, es posible pensar que así se sintieron millones de personas ante la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial: millones de muertos, infraestructuras de sustentación humana absolutamente arruinadas, economías destruidas. Un balance básico de lo acontecido daba para justificar la imposibilidad de encontrar algo de qué asirse, de encontrar un fragmento de idea constructiva, positiva, en medio de la penumbra del azote. No veían luz posible, entre tanta tiniebla.

Aun así, primero construyendo la esperanza de la finalización de la Guerra, y luego sosteniéndose desde la imperiosa necesidad de seguir viviendo, los del Viejo Continente no solo sobrevivieron a la catástrofe, sino que, juntándose en bloques, reacondicionando sus tierras, sus industrias, sus comercios, resurgieron con fuerza creativa desde el optimismo, la confianza y el esmero.

Por eso, y por muchas cosas más, mientras el cínico Murphy afirma que «No hay nada tan malo, como para que no pueda empeorar», y sin quitarle cierto rango de razón, creo con profunda convicción que «no hay nada, por malo que sea, que los seres humanos no podamos superar». La inexorabilidad de la tesis de la señalada ley (la de las consecuencias predecibles) es, desde el conocimiento del ser humano, no solo cuestionable, sino también desmontable.

Además de las institucionales, de las capacidades de nuestros sistemas sanitarios y de los profesionales y técnicos que en ellos realizan no solo su labor, sino también el sentido mismo de sus vidas, los seres humanos tenemos, entre otros, dos atributos que, de movilizarlos, la mirada al futuro irá dejando de ser catastrófica y pasará a ser esperanzadora. Y no olvidemos que la esperanza es un anticipo que nos da la felicidad, la confianza en el logro de lo que aspiramos.

El optimismo inteligente es sin duda un aliado emocional-cognitivo que en situaciones traumáticas es menester traer al escenario de vida. Si nos concentramos solo y obcecadamente en las oscuras penurias de la situación, marcada por la ansiedad, la angustia, la incertidumbre, nuestra visión de futuro se verá severamente dañada, oscurecida. Algo que no nos merecemos, ni debemos permitirnos.

Si nos enfocamos en buscar la luminosidad, por improbable que parezca, nos vamos desprendiendo de lo siniestro como inevitable, y empezamos a andar por lo circunstancial superable.

Siendo inteligente, el optimismo se nutre de información realista. Pero no se regodea en ella –lo que traería consigo más ansiedad, desasosiego, temor–, sino que la utiliza como medio de precaución y protección, como base de formación de estrategias comportamentales beneficiosas, como sustento de las proyecciones a futuro. Porque no se trata solo de sobrevivir a la pandemia, sino además de construir un futuro que valide una victoria esperanzadora, y no una victoria pírrica (esa que se dice ganadora, cuando lo ha perdido todo).

El optimismo inteligente nos hace asumir las conductas adecuadas a la situación, esas que, desde el saber científico y profesional, se elaboran: la distancia social, la higienización mantenida, el autocuidado al servicio del cuidado de todos, el aislamiento necesario, etc. Y es así que, desde hoy, construimos la salida de la crisis, atendiendo no solo a nuestra conducta individual, sino también la de nuestras familias, la de los que están en nuestro entorno más inmediato.

Sabemos y queremos. Y si lo hacemos y lo hacemos hacer, entonces podremos. No es un lema voluntarista. Es una realidad optimista e inteligente.

Atada firmemente al optimismo inteligente, ha de estar la resiliencia, esa fuerza intrínseca de levantarse después de cada caída, de sobreponerse a los más duros golpes, de saber que quizá no seamos los hacedores directos de algunas de nuestras circunstancias, pero sí podemos ser los arquitectos de nuestras soluciones a medio o largo plazo, arquitectos de nuestro futuro. Y no hay que dudar que el único futuro predecible es el que seamos capaces de estar construyendo nosotros, todos, hoy.

La resiliencia es no solo una cualidad, una capacidad, lo que la ubicaría en el rango de lo probable. La resiliencia es, por encima de todo, una actitud. Y esto la ubica en el rango de lo necesario, lo imprescindible, lo que se quiere hacer. Porque las capacidades suman y abren puertas, pero las actitudes multiplican y producen cambios, logran resultados, construyen efectos deseados.

Y vienen los efectos salutogénicos, los efectos sanadores y de calma espiritual deseados, cuando construimos una actitud no excesivamente confiada, pero tampoco de desconfianza; una actitud asociada a la responsabilidad personal y ciudadana, que apoye y busque soluciones; una actitud de convivencia justa (en la distancia física necesaria, y en la compenetración emocional y valórica), que ponga acentos en la distribución y no en el acaparamiento, que no se rinda ante las tentaciones de la ansiedad, de la angustia, del temor comprensibles. Una actitud esencialmente humana, humanista, esperanzada y esperanzadora.

En las extremadamente difíciles circunstancias de esta brutal pandemia, la resiliencia, abrazada al optimismo inteligente, fundidas en esa actitud enriquecedora que desde su asunción se desprende, es algo de lo que tenemos que hacernos cargo.

No es sencillamente dejarla emerger (a ver si lo hace o no). Tenemos que hacerla emerger. Tenemos que proponernos ser tanto optimistas-realistas, lo que ya es una contribución a la sanación, como resilientes. Y digo más, no solo como personas, no solo ser una persona resiliente. Necesitamos hacer a nuestras instituciones –públicas, cooperativas, privadas– instituciones resilientes. Necesitamos ser un país resiliente.

Ya llegará un mejor momento para hacer balance. Seguramente algunas cosas de nuestra vida cambiarán –no se pasa por un proceso traumático sin que queden huellas–. Las negativas las superaremos y conformarán nuestro arsenal, más o menos voluminoso, de malos momentos dejados atrás.

Las positivas –sí, las positivas, porque estoy convencido de que tendremos, ya estamos teniendo, experiencias y vivencias positivas–  serán más que recuerdos, hitos a cultivar para multiplicar. Nos sorprenderemos sacando experiencias provechosas de lo acontecido.

Esa construcción renovada y renovadora solo será posible si el optimismo inteligente y la resiliencia marcan nuestras actitudes en el hacer de hoy, en las difíciles condiciones por las que atravesamos. Yo, creo que vale la pena.

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