
En 1914, Carlos tenía diez años. Una mañana fue convocado junto a sus compañeros de aula a participar en una encuesta en la que debía responder a dos preguntas: ¿A quién le gustaría parecerse cuando sea grande? ¿Explique por qué? El estudiante escribió: «A Martí», para a renglón seguido fundamentar su respuesta:
«Yo admiro a Martí porque él ha sido el verdadero padre de la independencia de Cuba. El Héroe, con su palabra, convenció a todos los cubanos de que debían pelear por la libertad de su país, y junto a ellos se lanzó al monte, cayendo en Dos Ríos, en donde se levantará una estatua a su imperecedera memoria».
Otro escolar de 15 años coincidió con Carlos y al referirse a Martí apuntaba: «Sufrió por Cuba, y por ella murió; dando ejemplo a la generación precedente y a las venideras. Si todos los cubanos se esforzaran en imitar a Martí, nuestra patria sería feliz». (1)
Apenas 12 años habían transcurrido desde el establecimiento de la república neocolonial. Los libros de textos y las regulaciones de los programas de estudio prescribían una enseñanza de la historia aséptica. En los relatos fundacionales, independentistas y autonomistas serían descritos con ribetes similares; unos y otros se presentaban como hacedores del indispensable civismo republicano, que reclamaban «los nuevos tiempos». Sin embargo, en la referida encuesta aplicada a
1 212 alumnos de escuelas públicas y privadas de La Habana, la inmensa mayoría de los escolares querían parecerse a Martí.
¿Qué había pasado? El maestro de Batabanó Ramiro Guerra advertía que aquellos jóvenes e improvisados maestros «a puñetazos», entre los que se encontraba el del niño Carlos, se sentían parte «de la obra inconclusa del Ejército Libertador». Y, a pesar de las deficiencias pedagógicas y culturales, y a contrapelo de las prescripciones oficiales, procuraban producir y reproducir el imaginario independentista del siglo xix cubano, del cual la figura del fundador del Partido Revolucionario Cubano se presentaba con una centralidad fundadora indudable.
Algunos textos martianos, en particular sus Maestros ambulantes, comenzaron a llegar a las escuelas en plena ocupación militar de Estados Unidos (1899-1902). Pero más que el estudio de su obra escrita, imperaba la construcción simbólica de una figura presentada como «Padre fundador» y «Apóstol» de la independencia. De tal suerte, la imagen de Martí solía hallarse en los planteles escolares, aun en los más recónditos rincones de la Isla. Las fotografías de la época mostraban su retrato en paredes de madera, casi vencidas por el tiempo, al fondo, a la izquierda, como divisando al maestro pobre que con su ropa raída era el centro de la miríada de niños sin zapatos, que esperaban con júbilo el momento de quedar para la posteridad.
Los trabajos del Maestro dedicados a los niños, empero, empezaron también a darse a conocer. Desde los primeros años de la posguerra la revista La Escuela Moderna introdujo algunos poemas martianos, y, en 1903, se publicó la revista La Edad de Oro. Para los Niños dedicada al público infantil.
En su primer número, los editores precisaban que el objetivo de la publicación era hablar de los hombres notables de la historia y que, por consiguiente, nada más natural que empezara por referirse «a aquel a quien mucha gente conoce por los nombres de “Maestro” y “Padre de la Patria”».(2)
Dos años después de que saliera esta publicación infantil, las rivalidades entre facciones políticas dejaron despejado el camino a la segunda intervención de Estados Unidos en Cuba. La Isla se encontraba, al decir de un articulista, «como un barco sin brújula y al garete». (3) ¿A quién recurrir en aquel contexto? Afirmaba el maestro Guerra que se echaba de menos a la República generosa y cordial y el país reclamaba «el espíritu» de Martí: «No es a Maceo, el valor arrebatado y soberbio, al que echa de menos; no es a Máximo Gómez, la voluntad férrea, el cerebro que dirige y manda, al que invoca. Es a Martí en quien se encarna en toda su pureza el idealismo patriótico, a quien la Nación recuerda». (4)
Se hablaba entonces de construir las estatuas y los monumentos y
vincularlas al circuito escolar, práctica discursiva tendiente a lograr formas públicas de rememoración en las que participaban los niños desde edades tempranas. Muy pronto los maestros incorporaron al circuito escolar patriótico la estatua de José Martí,
inaugurada en 1905 en el Parque Central. El monumento se insertó en la ceremonia de la Jura de la bandera. Después del juramento, los maestros de diferentes escuelas habaneras, seleccionaban una comisión de alumnos para depositar flores en la estatua del Maestro.
Al decir de Julio Villoldo, miembro de número de la Sección de Escultura de la Academia Nacional de Artes y Letras, en un artículo publicado en el periódico La Discusión, el 13 de junio de 1910: «Cuán necesitados estamos de que las estatuas de los héroes de las sangrientas epopeyas de 1868 y 1895 vengan a reanimar, con el recuerdo de sus proezas y la presencia de sus efigies, nuestro decaído y casi extinto espíritu nacional». (5)
La veneración martiana trascendió la escuela, y, más allá de las construcciones nacionalistas «desde arriba», los sectores y grupos más populares a lo largo y ancho del archipiélago asimilaron e hicieron suyas las lecturas, anécdotas y los testimonios, que, bien desde Cuba o desde el exterior, identificaban al mártir de Dos Ríos con el organizador impoluto de la épica libertadora.
Ciertamente, como tendencia, en las dos primeras décadas republicanas todavía algunas aristas esenciales y troncales del pensamiento revolucionario de Martí, como su antimperialismo, no alcanzaban a integrarse en la plenitud de un pensamiento profundamente radical. Pero, a pesar de cualquier reducción, de algún modo Carlos, el escolar de diez años, decidió aquella mañana que ningún parecido podía serle mejor que el de José Martí y, bien en solitario, o con la ayuda de sus padres o del maestro, aplaudió el hecho de que allí, donde cayera el Maestro, se erigiera una estatua «a su imperecedera memoria».
(1) Arturo Montori: Estudio sobre los ideales de los niños cubanos. Los ideales y la educación, en Cuba Pedagógica, La Habana, 15 de febrero de 1914, p. 117.
(2) La Edad de Oro. Para los niños, La Habana, 1ro. de noviembre de 1903 (s/f).
(3) Juan Sincero: «Al garete», en Cuba y América, La Habana, 24 de noviembre de 1906, p. 230.
(4) Ramiro Guerra: Un cuarto de siglo de evolución cubana, La Habana, Librería Cervantes de Ricardo Veloso,1924, p. 83.
(5) Julio Villoldo: Las estatuas y los monumentos en los parques, La Habana, Molina y Compañía, 1938, p. 10.
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Raul G dijo:
1
24 de febrero de 2020
10:47:13
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